25 nov 2014

GALERIA DE BUITRES CXCII

Los lacayos de la duquesa
Foto cedida por La Esfera de los Libros de Jacobo Fitz-James Stuart, su hija y su yerno. (Efe)Año 1931. Como recuerdan los historiadores Cabrera y Del Rey, sólo diez nobles poseían como mínimo (todavía no existía un mapa de la riqueza rústica) el 0,8% de territorio nacional. Pongamos algunos ejemplos: el duque de Medinaceli, 79.000 hectáreas; el duque de Peñaranda, 51.000 hectáreas; el duque de Vistahermosa, 47.000; el duque de Alba, 34.400… La lista es interminable. De hecho, los 89 grandes de España restantes poseían al menos un 0,6% adicional del territorio. En total, más de 7.000 kilómetros cuadrados que se repartían unas docenas de familias.
El resultado es conocido. España tenía en el primer tercio del siglo XX una estructura social más propia del feudalismo que de la edad contemporánea. Hasta el punto de que apenas el 4% de los propietarios o cultivadores (unos 164.000 individuos) retenía, al menos, el 49,5% de la renta agraria, fundamental en la producción nacional en un país que vio pasar de largo la revolución industrial.
Entre todos los aristócratas destacaban el duque de Alba y el del Infantado. No es para menos teniendo en cuenta que la Restauración convirtió en referente social todo lo que oliera a aristocracia. Entre 1874 y 1931, ‘nacieron’ 167 condes, 30 vizcondes y 28 barones.
La causa era muy simple. Los nuevos burgueses querían emparentarse con la vieja nobleza arrinconada durante el auge del liberalismo. Aunque pueda parecer sorprendente, el nombre del duque de Alba –al borde de la ruina a principios del siglo XIX pese a que seguía cobrando diezmos, un tributo medieval– no figura en los anuales financieros españoles hasta los años 20 del pasado siglo. A partir de ese momento, sin embargo, todo cambió.
Con la explosión del comercio, tras la pérdida de las colonias y la repatriación de ingentes fortunas, los nuevos industriales y banqueros querían estar cerca de la Corona, y el camino más recto eran los aristócratas sumisos a Alfonso XIII. Eso explica, por ejemplo, que Jacobo Fitz-James Stuart -Jimmy para los amigos- fuera llamado a presidir, por ejemplo, Plus Ultra Cinematográfica pese a no poseer ningún título de la compañía. Igualmente, fue accionista del Metro de Madrid, la obra pública más importante de la época, de la mano de su amigo Alfonso XIII, también accionista.
Sin embargo, sus mayores ingresos los obtuvo por la presidencia de Standard Eléctrica, la compañía que creó la estadounidense ITT tras adjudicarse Telefónica en una polémica subasta, y que tenía el monopolio de los suministros a la filial estadounidense de telefonía.
Un conservador autoritario
El marqués de Urquijo –muy unido también a Alfonso XIII– fue su socio de correrías financieras. Pero mientras este era realmente un hombre de negocios (fue clave en el renacimiento industrial de España), Jacobo Fitz-James Stuart  -a quien se ha definido políticamente como un conservador autoritario- no era más que un refinado dandi volcado en la práctica del polo y en el disfrute de las bellas artes, pero completamente ignorante en lo relacionado con operaciones mercantiles. Simplemente, subcontrataba sus títulos nobiliarios al mejor postor, lo que dio alas a la Casa de Alba.
Para hacerse una idea de lo que significaron aquellos años en que reinaba la aristocracia y el poder caciquil, basta decir que de no mediar la crisis demográfica derivada de la guerra civil y la postguerra, España hubiese tenido en 1950 el mismo número de analfabetos que en 1887.
El duque de Alba y el rey, además invirtieron en comandita en la Compañía del Golfo de Guinea y en CHADE, la eléctrica que presidiría Cambó en su exilio y que acabó siendo nacionalizada en Argentina. De esas operaciones nace su fortuna.
Este es, en realidad, el contexto en el que vivió la ‘rebelde’ duquesa de Alba, convertida en los últimos días en una especie de princesa del pueblo por su forma campechana de entender el mundo y su ‘sevillanía’. La causa de tal disparate probablemente tenga que ver con esa fascinación por el poder que está en el ADN de un país tradicionalmente de lacayos, que ha visto pasar dictaduras y asonadas militares con total normalidad. Y que se manifiesta incluso ahora con toda crudeza, cuando la corrupción emerge, precisamente, porque quien debe ejercer los contrapoderes (jueces, políticos, periodistas, académicos… no lo hacen).
Sin duda, porque en España nunca hubo una revolución liberal capaz de expulsar de la historia a la vieja y rancia aristocracia del Antiguo Régimen, como sucedió en la mayoría de los países europeos.
En España, muy al contrario, estar cerca de la nobleza era y es un timbre de gloria para los burgueses advenedizos, y eso es lo que explica su supervivencia. Incluso, exdirectores de periódico que se dicen liberales y hoy se presentan como ‘antisistema’ encabezaron hace años un movimiento de la nobleza para establecer la igualdad de sexos en la sucesión de los títulos, cuando si hay algo que choca contra el liberalismo es, precisamente, el Antiguo Régimen y su corte de holgazanes. El despropósito ha llegado hasta nuestros días y el anterior monarca ha ido repartiendo títulos nobiliarios entre sus amigos como se si tratara de un rey feudal.
Las manos muertas
Es evidente que doña Cayetana no es la responsable de las tropelías de su padre ni de su estirpe, pero ocultar lo que ha significado la Casa de Alba para este país como se ha hecho en los últimos días, refleja el desprecio por la historia, lo que hace que España caiga una y otra vez en los mismos vicios. Las recesiones y los elevados niveles de desempleo no caen del cielo, son fruto de errores cometidos en el pasado.
Y ver ovacionando a miles de ciudadanos con lágrimas en los ojos a la insigne representante de una rancia aristocracia sólo puede repeler en el siglo XXI. Sobre todo cuando esas muestras de dolor se hacen desde una de las regiones más pobres del país, con altísimos niveles de paro a causa de su secular atraso económico.
Debido, precisamente, al poder de esas manos muertas que denunciaban hace más de un siglo los regeneracionistas. Ya decía hace algún tiempo el expresidente extremeño Rodríguez Ibarra, con razón, que cuando un señorito invitaba a los pobres a una fiesta flamenca era para dar palmas.
Da todavía más náuseas escuchar, o leer, a un exalcalde sevillano, que se dice socialista, retratando a doña Cayetana como ‘machadiana’, cuando el bueno de don Antonio –que murió sólo y pobre en el exilio de Colliure abrigado por el mismo gabán de toda la vida– representaba justamente lo contrario que la Casa de Alba: la humildad.
Y hablando de Machado, no estará de más recordar que en una ocasión Churchill, siendo Jacobo Fitz-James Stuart embajador español en Londres en los años más negros del franquismo (era pariente muy lejano del premier británico) le recomendó que Franco diera una amnistía para aquellos que había perdido la guerra y que literalmente se morían de hambre (no eran los dirigentes políticos). El duque le contestó que no podían dejarse impunes 400.000 crímenes. Todo un gesto de magnanimidad para un hombre de tan alta alcurnia.
Existe, en este sentido, una foto que hace años distribuyó la propia Casa de Alba en la que se ve al duque enfundado en un mono de trabajo observando con cierta incredulidad los destrozos que habían ocasionado los bombardeos nazis sobre Londres, justamente cometidos por los aliados del Gobierno que él mismo representó hasta 1945. Es decir, durante los momentos de mayor represión de un régimen que apuntaló a la nobleza que ganó la guerra y que estaba en la ruina al finalizar la contienda. No estará de más recordarlo antes de que el país se bañe en lágrimas por una representante de la Casa de Alba.

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