En 1941, en los momentos más duros de la guerra contra las potencias fascistas, Erich Fromm publica su famoso libro El miedo a la libertad, un lúcido análisis de las causas que han llevado al surgimiento y el auge de las ideologías fascistas. En él nos viene a decir que el fascismo es la expresión política del miedo a la libertad; no es un fenómeno de un momento y de un país determinado, sino que es la manifestación de una crisis profunda que abarca los cimientos mismos de nuestra civilización. Erich Fromm se refería, naturalmente, a la civilización burguesa-capitalista que dominaba en ese momento en los países occidentales.
Esa civilización, que dio origen el siglo pasado al nacimiento del nazismo y el fascismo, no sólo no se ha debilitado o reducido, sino que se ha extendido al mundo entero y domina férreamente sobre la gran mayoría de la humanidad. No resulta pues nada extraño que en ese caldo de cultivo vuelvan a surgir unos movimientos de clara inspiración fascista. Ciertamente no van a ser una copia exacta del nazismo de Hitler o el fascismo de Mussolini, pero el mismo miedo la libertad está empujándoles en idéntica línea autoritaria a irracional.
Una característica fundamental de esta civilización es el individualismo. Ha roto los lazos que tradicionalmente unían a las personas con los grupos sociales en que estaban integradas. Unos lazos que limitaban la libertad, pero otorgaban seguridad y amparo en las contingencias de la vida. Ahora el hombre se encuentra libre, pero está solo frente al mundo. Un mundo en el que la ambición es la guía suprema de los seres humanos; y la competencia, la lucha por la riqueza, es la relación fundamental que se establece entre todos los miembros de la sociedad.
Vivimos sumergidos en esa cultura burguesa, fomentada por unos poderosos medios de comunicación en manos del gran capital. Esta cultura habla continuamente de nuestra libertad, pero deja en la sombra los poderes económicos que configuran nuestra sociedad e influyen decisivamente en nuestras vidas. Carga sobre nuestra responsabilidad personal el resultado de todos los acontecimientos en que nos vemos inmersos. Nos invita a luchar duramente por el triunfo, pero, sí llega el fracaso, nos acusará de ser los culpables, de que no hemos hecho lo suficiente para triunfar. Oculta la existencia de unas fuerzas económicas que condenan al fracaso a la mayor parte de la humanidad. Vienen a decirnos eso de ‘sálvese el que pueda’, y los que no puedan, que se aguanten, ¡haber luchado más! Lo que no nos dirán es que el barco no tenía suficientes botes salvavidas y forzosamente muchos tenían que ahogarse.
El neoliberalismo está acabando con los restos del estado de bienestar, el último asidero al que los seres humanos podíamos agarrarnos para no quedar totalmente a la intemperie. Por el contrario, las amenazas que el individuo debe enfrentar van alcanzado cada vez mayores dimensiones. La desocupación de muchos millones de personas debido a la crisis económica ha aumentado su sentimiento de inseguridad. La precariedad en el empleo hace vivir con la sensación de estar siempre en la cuerda floja. Vivimos en una sociedad libre, pero es una libertad que da miedo. Y el miedo es un mal consejero. La continua sensación de inseguridad provoca angustia existencial y empuja a que mucha gente busque su seguridad en la pertenencia a grupos cerrados, fundamentalistas y autoritarios. A refugiarse en nacionalismos estrechos y excluyentes, en los que el miedo a la libertad se manifiesta en el miedo y el rechazo a los otros.
Antonio Zugasti
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