6 ago 2018

Supervivencia del más rico

“Los multimillonarios no están interesados en evitar la calamidad. Con todo su poder y su riqueza, no creen que puedan cambiar el futuro. Simplemente están aceptando el escenario más oscuro”.
Resultado de imagen de Supervivencia del más ricoEl año pasado me invitaron a un resort privado de superlujo para dar una charla a un grupo que, creía yo, sería de unos cien banqueros de inversión más o menos. Era, de largo, la oferta más abultada que había recibido nunca por una charla (alrededor de la mitad de mi salario anual como profesor), simplemente por dar algunos apuntes sobre el tema del “futuro de la tecnología”.
Nunca me ha gustado hablar sobre el futuro. Las sesiones de preguntas y respuestas siempre acaban como juegos de sociedad, en los que se me pide que opine sobre las últimas modas tecnológicas como si fueran teletipos bursátiles para posibles inversiones: blockchain, impresión 3D, CRISPR. La audiencia rara vez está interesada en aprender algo sobre estas tecnologías o sus posibles impactos, más allá de la elección binaria de si invertir o no ellas. Pero el dinero es el dinero, así que acepté la oferta.
Al llegar, me condujeron a lo que yo creía que era una sala de espera. No obstante, en vez de ponerme un micrófono o llevarme a un escenario, me quedé allí sentado, viendo cómo, en vez de eso, mi audiencia venía a mí: cinco tipos (sí, todos hombres) súper ricos, de la cúpula del mundo de los fondos de cobertura o hedge funds. Después de una breve charla trivial, me di cuenta de que no tenían ningún interés en la información que yo había preparado sobre el futuro de la tecnología. Habían traído sus propias preguntas.
Empezaron de forma bastante inocua. ¿Ethereum o bitcoin? ¿Va la computación cuántica en serio? Sin embargo, poco a poco, avanzaron hacia los temas que realmente les interesaban.
¿Qué región se va a ver menos impactada por la crisis climática: Nueva Zelanda o Alaska? ¿De verdad está Google creando un “hogar” para el cerebro del inventor estadounidense Ray Kurzweil? ¿Sobrevivirá su conciencia a la transición de su muerte, o morirá y renacerá como una nueva conciencia? Finalmente, el consejero delegado de una agencia de corredores de bolsa contó que casi había terminado de construir su propio sistema de búnkeres subterráneos y preguntó: “¿Cómo mantengo la autoridad sobre mis fuerzas de seguridad después del Evento?”
El Evento. Ese era su eufemismo para el colapso medioambiental, revuelta social, explosión nuclear, virus imparable o hackeo a lo Mr. Robot que acabe con todo.
Esa pregunta nos ocupó durante el resto de la hora. Mis contertulios sabían que necesitarían guardias armados para proteger sus complejos contra las multitudes enfurecidas. Pero, ¿cómo pagarían a los guardas cuando el dinero perdiese su valor? ¿Qué evitaría que los guardas eligiesen a su propio líder? Los multimillonarios habían considerado usar candados especiales para guardar los suministros de alimentos con combinaciones que solo ellos conociesen. O hacer que los guardas llevaran collares de castigo de algún tipo. O quizás usar robots como guardas y trabajadores, si es que esa tecnología podía desarrollarse a tiempo.
Entonces es cuando me di cuenta: al menos en lo que concernía a estos caballeros, esta era de verdad una charla sobre el futuro de la tecnología. Siguiendo el ejemplo de la colonización de Marte de Elon Musk, la reversión del envejecimiento de Peter Thiel o las copias de seguridad de las mentes de Sam Altman o Ray Kurzweil en superordenadores, estos hombres se estaban preparando para un futuro digital que tenía muy poco que ver con hacer del mundo un lugar mejor, y mucho con trascender la condición humana y aislarse a sí mismos del peligro real y presente que representan el cambio climático, la subida del nivel del mar, las migraciones masivas, las pandemias globales, el pánico nativista y el agotamiento de recursos. Para ellos, el futuro de la tecnología solo tiene una dimensión: el escape.
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No hay nada de malo en tener una estimación absurdamente optimista sobre cómo la tecnología puede beneficiar a las sociedades humanas. Sin embargo, el impulso actual en pos de una utopía post-humana es algo distinto. No es tanto una visión de la transición de toda la humanidad a un nuevo estado como un intento de trascender todo aquello que es humano: el cuerpo, la interdependencia, la compasión, la vulnerabilidad y la complejidad. Tal y como la filosofía de la tecnología lleva apuntando años, la visión transhumanista reduce con demasiada facilidad toda la realidad a meros datos, concluyendo que los humanos “no son más que objetos procesadores de información”.
Es la reducción de la evolución humana a un videojuego en el que alguien gana al encontrar la salida de emergencia, y después puede invitar a algunos de sus amiguetes a que se unan al viaje. ¿Será Musk, Bezos, Thiel… Zuckerberg? Estos multimillonarios son los presuntos ganadores de la economía digital, el mismo escenario empresarial de supervivencia del más fuerte que promueve e impulsa gran parte de toda esta especulación.
Por supuesto, las cosas no siempre han sido así. Hubo un breve momento histórico, a principios de los 90, en el que el futuro digital parecía libre y abierto a la invención. La tecnología se estaba convirtiendo en un laboratorio para la contracultura, que vio en ella la oportunidad de crear un futuro más inclusivo, distribuido y pro-humano. Pero los intereses empresariales establecidos solo veían nuevas posibilidades de practicar el extractivismo de siempre, y muchos tecnólogos se vieron seducidos por la salida a bolsa de las start-up conocidas como unicornios (N. del trad.: valoradas en más de mil millones de dólares). Los futuros digitales empezaron a ser entendidos más como futuros bursátiles: algo que había que predecir y sobre lo que había que apostar. Así que casi cada charla, artículo, estudio, documental o libro blanco se consideraba relevante solo si servía para discernir una inversión. El futuro se convirtió menos en algo que creamos a través de nuestras elecciones presentes o nuestras esperanzas en la humanidad que en un escenario predestinado, sobre el que apostamos con nuestro capital de riesgo, pero al que llegamos de forma pasiva.
Esto liberó a todo el mundo de las implicaciones morales de sus actividades. El desarrollo tecnológico pasó a ser una historia no tanto de florecimiento colectivo como de supervivencia personal. E incluso peor, como pude comprobar: llamar la atención pública sobre este fenómeno implicaba convertirse, involuntariamente, en enemigo del mercado o en un cascarrabias anti-tecnología.
Así que, en vez de considerar las aristas éticas que conlleva el empobrecimiento y la explotación de los muchos en nombre de los pocos, muchos académicos, periodistas y escritores de ciencia ficción se centraron en enigmas mucho más abstractos e imaginativos: ¿Es justo que un agente de bolsa use drogas inteligentes? ¿Deberían implantarse en los niños chips para el aprendizaje de idiomas? ¿Queremos que los vehículos autónomos prioricen las vidas de los peatones o las de los pasajeros? ¿Deben organizarse democráticamente las primeras colonias marcianas? ¿Socavaría mi identidad cambiar mi ADN? ¿Deberían los robots tener derechos?
Hacerse este tipo de preguntas, aunque sea filosóficamente entretenido, no es un gran sustituto de enfrentarse a los verdaderos dilemas morales asociados al desarrollo tecnológico desbocado en nombre del capitalismo corporativo. Las plataformas digitales han convertido un mercado que ya era explotador y extractivo (piense en grandes superficies como Walmart) en sucesores aún más deshumanizadores (piense en Amazon). La mayoría de nosotros nos hemos dado cuenta de estos inconvenientes al ver los puestos de trabajo automatizados, los falsos autónomos y el fin del comercio local.
Pero los impactos más devastadores del capitalismo digital acelerado recaen sobre el medio ambiente y los pobres de todo el mundo. La manufactura de algunos de nuestros ordenadores y teléfonos móviles aún emplea redes de trabajo esclavo. Estas prácticas están tan instauradas que una compañía, llamada Fairphone y fundada con el objetivo de producir teléfonos de forma ética, vio que eran imposibles de evitar. (El fundador de la compañía, tristemente, ahora se refiere a su producto como teléfonos “más éticos”).
Al mismo tiempo, la minería de tierras raras y la cultura de usar y tirar en tecnología destruye hábitats humanos, sustituyéndolos por vertederos de residuos tóxicos, que son a su vez peinados por niños pobres y sus familias, que venden los materiales reutilizables otra vez a los fabricantes.
Este “ojos que no ven, corazón que no siente”, esta externalización de la pobreza y el veneno, no desaparece simplemente porque nos tapemos los ojos con gafas de realidad virtual y nos sumerjamos en un mundo alternativo. Todo lo contrario: cuanto más tiempo ignoramos las repercusiones sociales, económicas y medioambientales, más crece el problema. A su vez, esto motiva que haya más huida, más aislacionismo, más fantasías apocalípticas y más tecnologías y planes de negocios a la desesperada. El ciclo se alimenta a sí mismo.
Cuanto más nos comprometemos con esa cosmovisión, más vemos a los seres humanos como el problema, en vez de la solución. La esencia misma de lo que significa ser humano dejar de ser una ventaja para convertirse en un fallo. Sin tener en cuenta sus sesgos innatos, las tecnologías son declaradas neutrales. Cualquier mal comportamiento que induzcan en nosotros es solo un reflejo de nuestra propia corrupción interna. Es como si una especie de salvajismo innato a los humanos tuviera la culpa de nuestros problemas. Igual que la ineficiencia de un mercado de taxis local puede ser “resuelta” con una app que arruine a los conductores, las molestas inconsistencias de la psique humana pueden ser corregidas con un parche digital o genético.
Al final, de acuerdo con la ortodoxia tecnosolucionista, el clímax del futuro humano llegará al cargar nuestras conciencias en un ordenador o, quizás incluso mejor, al aceptar que la tecnología en sí misma es nuestra sucesora evolutiva. Como miembros de una secta gnóstica, anhelamos entrar en la siguiente fase trascendente de nuestro desarrollo, desechando nuestros cuerpos y dejándolos atrás, así como nuestros pecados y nuestros problemas.
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Nuestras películas y series de televisión representan estas fantasías. Las series de zombies dibujan un escenario postapocalíptico en el que las personas no son mejores que los no-muertos, y parecen saberlo. Peor aún, estos programas invitan a sus seguidores a imaginar el futuro como una batalla de suma cero entre los humanos, donde la supervivencia de un grupo depende de la muerte de otro. Incluso Westworld (basada en una novela de ciencia ficción en la que los robots campan a sus anchas) terminó su segunda temporada con una revelación definitiva: los humanos son más simples y predecibles que las inteligencias artificiales que creamos. Los robots se dan cuenta de que cada uno de nosotros puede ser reducido a unas cuantas líneas de código, y que no somos capaces de tomar ninguna decisión voluntaria. Maldita sea, incluso los robots de esa serie quieren escapar a los confines de sus cuerpos y pasar el resto de sus vidas en una simulación informática.
El esfuerzo mental que requiere un cambio tan profundo de papel entre humanos y máquinas depende de asumir, básicamente, que los humanos apestan. O los cambiamos o nos alejamos de ellos para siempre.
Por eso tenemos a multimillonarios de la tecnología lanzando coches eléctricos al espacio (como si eso simbolizara algo más que la capacidad de promoción corporativa de dicho multimillonario). Y si unas cuantas personas consiguieran alcanzar la velocidad de escape y, de alguna manera, sobrevivir en una burbuja en Marte, a pesar de que dos intentos valorados en miles de millones de dólares por parte de Biosphere hayan mostrado nuestra incapacidad para hacer funcionar dichas burbujas incluso aquí en la Tierra, el resultado no será tanto una continuación de la diáspora humana como un bote salvavidas para la élite.
Cuando los inversores me preguntaron por la mejor manera de mantener la autoridad sobre sus fuerzas de seguridad después del evento, les sugerí que la mejor opción estaba en tratar a esas personas realmente bien, desde ya. Deberían tratar a su personal de seguridad como si fuesen miembros de su propia familia. Y cuanto más extendieran esta ética de inclusividad al resto de sus prácticas empresariales, la gestión de sus cadenas de suministro, las iniciativas de sostenibilidad y la distribución de la riqueza, más posibilidades habría de evitar que ocurriese ningún evento. Todos estos ingenios tecnológicos podrían ser aplicados para intereses menos románticos, pero mucho más colectivos, ahora mismo.
Me parece que les hizo gracia mi optimismo, pero no se lo creyeron. No estaban interesados en evitar la calamidad. Estaban convencidos de que ya hemos superado los límites. Con todo su poder y su riqueza, no creen que puedan cambiar el futuro. Simplemente están aceptando el escenario más oscuro, y poniendo todo el dinero y la tecnología posible al servicio de su propio aislamiento. Sobre todo si se quedan sin billete para el viaje a Marte.
Por suerte, los que carecemos del dinero necesario para siquiera pensar en deshacernos de nuestra propia humanidad tenemos muchas mejores opciones. No tenemos que usar la tecnología de formas tan antisociales y atomizadoras. Podemos convertirnos en los consumidores y perfiles individuales que nuestras plataformas y dispositivos quieren que seamos, o podemos recordar que los humanos realmente evolucionados no están solos.
La humanidad no tiene que ver con la supervivencia individual o el escape. Es un deporte de equipo. Sea cual sea el futuro de los humanos, será conjunto
Douglas Rushkoff es profesor universitario, investigador y escritor
https://www.lamarea.com/2018/08/02/supervivencia-del-mas-rico/

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