Si la definición de “feudo” del diccionario no nos recuerda a las condiciones de uso redactadas de manera farragosa en los contratos que firmamos para acceder a las plataformas y aplicaciones digitales es, simplemente, porque nunca las leemos. Pulsamos sin rechistar el botón de aceptar como una perra bien adiestrada para darle la pata a su amo.
Aunque no disponemos de una pastilla roja para despertarnos del Matrix, hay un paso previo para entender el big data como fuente de eterna juventud del heteropatriarcapitalismo. Con ella, no en vano, el sistema opresor ha logrado borrar su fecha de caducidad y amenazar con recrudecerse hasta involucionar en un feudalismo digital.
Nos remangamos pues para amasar la harina. Lo primero es dejarnos llevar por la observación y, posteriormente, analizar el contexto en el que se produce el big data y cómo este será luego explotado por los capitalistas.
El ecosistema digital donde se cultivan y cosechan los datos no es enteramente virtual. Necesita para su existencia de una infraestructura material: satélites de comunicaciones, antenas de transmisión, canalizaciones de cable, servidores para alojar el big data y todo tipo de dispositivos hardware con los que poder conectarse a la red. Cada uno de estos elementos tiene una alta dependencia de la extracción de minerales para la fabricación de componentes conductores y baterías de electricidad imprescindibles.
En el entorno numérico, las plataformas y aplicaciones digitales operan como empresas transnacionales que pueden disponer de dos tipos de trabajadoras. Las obreras indoor, asalariadas y contratadas en un mercado laboral más o menos regulado, por un lado, y por el otro las obreras outdoor o freelancers que compiten entre ellas mismas por cargas de trabajo en un ejercicio de autoexplotación.
La opresión bajo el régimen freelance se traduce en un tipo de relación laboral en la que el capitalista no tiene que asumir los costes fijos de su empresa derivados de las cargas sociales de las obreras (a las que necesita explotar para producir su riqueza). En su lugar, los opresores pueden emplear falsas trabajadoras autónomas para beneficio de la contabilidad empresarial, ya que las obreras virtualizadas asumen por su cuenta y riesgo el ejercicio de la actividad laboral.
Fuera y antes del ecosistema digital el sistema se servía de los “trabajadores champiñón”. Esta forma de explotación de la mano de obra masculina se describe en la teoría económica de los cuidados para identificar al obrero industrial que cada mañana aparece en su puesto de trabajo con ropa limpia, descansado, aseado y con el táper lleno de comida a costa del esfuerzo en el cuidado que se encuentra totalmente heterodesignado, feminizado e invisibilizado.
Ahora la precariedad y la pobreza empujan a las personas a buscar recursos para su subsistencia también en el ecosistema digital. Aquí pasan a ser trabajadoras fantasma puesto que, aunque producen para el beneficio de un opresor, el sistema se escuda en que lo hacen para ellas mismas y encima las identifica como emprendedoras que trabajan para un cliente y no para su patrón. El único vínculo laboral que les une es un perfil en una plataforma feudal que puede ser eliminado en cualquier momento por el opresor.
El concepto de consumidor sufre del mismo modo una vuelta de tuerca y surge en el ecosistema digital una nueva categoría humana: la usuaria. Para su existencia es necesario crear una cuenta de acceso por la que la persona debe firmar un contrato que establece las condiciones de vasallaje a cambio del usufructo de la plataforma.
Es ingenuo ignorar que el principio que rige todos los desarrollos tecnológicos feudalistas es que la actividad de las usuarias rinda tributo a los opresores. Incluso cuando las internautas creen falsamente que están disfrutando de un servicio gratuito de comunicación en línea, en realidad, están produciendo datos a favor de los opresores mientras son intoxicadas con desinformación, manipuladas con micro propaganda customizada o distraídas con series adoctrinantes.
Sin olvidar que en el ecosistema digital no solo trabajan obreras oprimidas y usuarias avasalladas por soberanos feudales. En el mundo virtual también conviven bots y algoritmos que automatizan procesos de búsqueda y acceso a la información y que son capaces de crear una madriguera de conejo por la que cae nuestra atención para ser retenida en el país de las maravillas.
No obstante, el capitalismo ha tenido que adaptarse en todo momento a un entorno digital desafiante y presionar a las autoridades para que acomoden las reglas del juego a su favor. Por eso, a pesar de que el acceso a internet ha sido reconocido como un derecho humano por organismos internacionales, la realidad demuestra que en todo caso aún se mantiene como un privilegio excluyente.
La filosofía free, que desde los albores de internet acompaña a sus navegantes, ha causado y sigue causando estragos a los capitalistas. Desde el inicio tuvieron que hacer frente a una suerte de abolición de la propiedad privada, en particular con todos aquellos productos bajo propiedad intelectual. Al desmaterializarse el soporte físico del contenido, todas las obras culturales y divulgativas se universalizan y por ende el conocimiento; se hace casi imposible imponer su venta e impedir que las internautas compartan estos productos en redes entre particulares en lo que los opresores han denunciado como una forma de piratería digital.
Asimismo, las internautas producen softwares con código abierto en paralelo a los programas desarrollados por las empresas digitales, lo que dificulta construir muros que impidan el acceso a las innovaciones tecnológicas por medio de patentes de invención. Igualmente, en el ecosistema digital se pueden fabricar herramientas de titularidad colectiva que sirvan para la resistencia y la emancipación de las oprimidas.
Señalar cabe que las oprimidas asumen camaleónicamente diferentes roles que se intercambian entre los mundos real y virtual. En el sistema opresor una obrera es, al mismo tiempo, consumidora y usuaria. La dinámica trabajadora-consumidora se traslada a la dualidad usuaria-consumidora confundiéndose los privilegios con los derechos que deberían amparar en todo momento a la ciudadanía libre de un Estado.
El síndrome de Estocolmo que los opresores traumatizan en sus rehenes llega hasta el punto de que las oprimidas defienden sus privilegios como consumistas dentro del sistema captor antes y con más beligerancia que sus derechos y libertades conquistadas. Este lavado de cerebro capitalista se cristaliza en el ecosistema digital bajo la forma del feudalismo debido a que las oprimidas consienten y aceptan voluntaria, implícita y hasta inconscientemente las condiciones de uso de cada plataforma.
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