La Antígona de Sófocles fue una de las tragedias más premiadas y representadas en la Atenas de Pericles. El argumento nos explica que Creonte, regente de la ciudad de Tebas, prohibió que se diera sepultura al cadáver de Polinices, que había muerto atacando su propia ciudad. La hermana de éste, Antígona, desobedeció su orden y le dio sepultura, por lo que fue condenada a muerte. El déspota Creonte desoyó todas las súplicas y peticiones de perdón. Su intransigencia en defensa de una ley estatal injusta, contraria a la piedad y las costumbres más ancestrales del derecho de la familia a enterrar a los suyos, le condujo al desastre. Su hijo Hemón, prometido de Antígona, se suicidó. Luego lo hizo su propia esposa, aunque en el último momento Creonte había reconsiderado su actitud.
La media España de los miserables, que perdió una guerra y fue fusilada, exiliada y humillada hasta el hartazgo, por su ejército, su iglesia, sus amos y los asesinos a sueldo, disfrazados de falangistas o policías, sufre el síndrome de Antígona, porque durante cuarenta años tuvo prohibido enterrar y honrar a sus muertos, y cuando fue la hora de reclamar ese derecho, durante la Transición, renunció, porque el terror de esos cuarenta años aún nos impedía ser libres.
Así nos va, ahora, cuarenta años después de los cuarenta años de franquismo, escarbando por caridad en esta o en aquella fosa común, y con el último timo de una infame ley, llamada de recuperación de la memoria histórica. El rey Creonte enterró viva a Antígona; en España se han muerto de viejos los padres y hermanos de quienes fueron fusilados y echados como perros en las cunetas, con la maldición de Antígona rabiando en sus entrañas.
Hijos y nietos aún han de batallar como jabatos para recuperar los huesos de sus antepasados. Asesinaron y robaron lo que quisieron y se sabían impunes. Que un criminal de guerra, confeso y victorioso, ocupase la Jefatura del Estado durante cuarenta años no se borra fácilmente, y sus secuelas son innumerables y persistentes. Mientras tanto, los jueces españoles, sin barrer la propia casa, se atreven con los criminales de guerra de allende mares y continentes, persiguiendo torturadores y genocidas, discípulos y émulos de sus maestros franquistas. Archiveros de algunas instituciones se otorgan el poder de decidir, a su capricho, qué puede ser consultado. Antígona fue enterrada viva por Creonte y Transición. Ya es demasiado tarde para muchos, pero los nietos siguen en pie. La ignominia continúa, el combate por conocer toda la verdad, también.
Queremos los nombres, todos los nombres: el de los de los asesinados y el de los asesinos. Queremos saber cómo, dónde, cuándo, por qué y quién se enriqueció y/o detentó el poder gracias a tanta muerte, a una represión tan feroz, a tanto dolor.
La Guerra Civil no fue una guerra fratricida, fue una guerra de clases. El franquismo represalió, claro está, a las minorías democráticas, pero sobre todo impuso el terror a una clase obrera derrotada por las armas, vencida.
Y la cruz del Valle de los Caídos ha de ser dinamitada, porque es una cruz impía, porque es una cruz de victoria, porque es la cruz de una cruzada contra el pueblo. Y porque esa cruzada exaltó la cruz de la espada, pero esa cruz era la gamada.
No hay otro remedio al dolor, ni existe otra solución que saberlo todo, por todos los medios, con todas las fosas abiertas, con todos los archivos abiertos, sin traba alguna, con los recursos económicos que sean necesarios. Queremos saberlo todo, queremos todos los nombres, de asesinados y de asesinos, de cómplices y delatores, queremos saber el cómo, dónde, cuándo y por qué de cada muerto. Y sabido todo esto, queremos justicia. De no ser así, nos están enterrando en vida, como hizo Creonte con Antígona.
Agustín Guillamón
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