Situación:
reunión de amigos y amigas, cercanos todos a los cuarenta, con hijos
pequeños, tomando algo en un bar justo después de recoger a los críos
del colegio. Se plantean dos escenarios.
El primero es que nos pongamos a recordar viejos iconos ochenteros (Espinete, Verano Azul,
las cintas de casete, etc.), lo diferente que era todo y lo bien que
nos lo pasábamos los sábados por la mañana jugando en la calle aunque
fuera dándole patadas a un bote.
El segundo es peor, es comparar ese mundo pasado con el presente.
Declarar todos a una que, sin duda, cualquier tiempo pasado fue mejor y
comenzar a proponer soluciones para arreglar el futuro.
Algo así me pasó el viernes pasado. Alguien había dejado en el bar
unos sobres de cromos de la Liga de Fútbol. Sin saber cómo, una cosa
llevó a la otra y, sin mucho alcohol de por medio, acabamos intentando
arreglar el acoso escolar en adolescentes a través de las redes sociales. Ahí es nada.
Trataré de resumir los argumentos enfrentados. Por un lado estaban
quienes opinaban que, básicamente, todo se arreglaría estableciendo
diferencias entre grados de privacidad.
A modo de ejemplo, cuando se suben fotos y/o pensamientos a Facebook,
Twitter o Instagram, lo único que hace falta es asegurarnos de que
nuestros hijos e hijas comprenden dónde, cómo, y con quién están
compartiendo su imagen o forma de ser. Se trata de una cuestión de
educación; de niveles de educación en relación a las nuevas tecnologías.
Llamaremos a esta postura progresiva.
Por otro lado estaba el grupo que pensaba que, en realidad, lo que había que hacer es mostrar a los críos la peligrosidad
que eso encierra. No hay que compartir nada, pues nunca se sabe dónde o
cómo va a acabar nuestra intimidad. La solución es, por tanto, restringir el acceso a las redes sociales a nuestros hijos e hijas. Estamos ante la postura regresiva.
En realidad, ambas posturas son similares, por cuanto no tratan las causas,
la necesidad constante de proyectar nuestra imagen a través de
internet, sino de paliar o evitar sus efectos, esto es, las
consecuencias que algo así puede acarrear.
Sin querer parecer pedante, a mí, sin embargo, me vino a la cabeza una frase de Guy Debord recogida en su arduo texto La sociedad del espectáculo.
Dice así, "bajo todas sus formas particulares, información o
propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones, el espectáculo
constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante".
Para Debord, el espectáculo no puede desligarse del modo de
producción vigente, el capitalismo. Así, no vivimos en una sociedad
inundada únicamente de imágenes, sino que las relaciones sociales se presentan mediatizadas por las mismas. Somos lo que proyectamos.
De este modo, aquellos chicos y chicas que comparten su vida y obra a través de las redes sociales, tratan de devolver al mundo lo que el mundo les da: la irrealidad que proyecta la sociedad.
Una vida basada en el consumo, una sociedad que ha elevado a los
altares la juventud y escondido en un rincón la enfermedad y la vejez. Y
todo, sin grandes esfuerzos, solamente con la suerte de nuestro lado.
No se trata, por tanto, de limitar el acceso a las redes sociales. Si
bien es verdad que han posibilitado una expansión casi ilimitada de las
imágenes, éstas ya venían ocupando un lugar preponderante. No, se
trata, más bien, de avanzar hacia la eliminación de la mercantilización de nuestros cuerpos y relaciones sociales.
Claro que la educación es importante, tanto la postura progresiva
como la regresiva coinciden en ello, pero no para conseguir una mejor
gestión de nuestra presencia en las redes, sino para, de una manera u
otra, intentar extirpar el espectáculo de nuestras vidas.
La sociedad del espectáculo, escrito hace cuarenta y ocho años por Debord, simplemente ha entrado en una fase 2.0.
Ya es hora de plantarle cara.
, miembro del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà (OACU)
https://www.diagonalperiodico.net/saberes/27202-la-sociedad-del-espectaculo-20.html
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