España no es una democracia. No es posible democracia en total impunidad, en compadreo y generalización de unas prácticas que acaban por ser toleradas por un demos desprovisto de armas políticas para repudiar lo infecto de un sistema de corrupción institucionalizada. La impunidad ha sido generalizada entre las oligarquías plutócratas que han seguido gobernando tras la muerte del dictador. De ahí que podamos denominar a este espantajo de sistema como una casi perfecta “impunocracia“.
Aunque la cultura oficial dominante se resista a reconocer lo obvio (mucha gente todavía alaba aquella etapa en la que se fraguó la traición desde arriba) lo cierto es que vivimos en un régimen de poder escasamente representativo y, lo que es más importante, en el que los partidos políticos triunfantes tras el proceso de Transición, consiguieron meter sus narices en la justicia hasta controlar su órgano de gobierno y, por tanto, el nombramiento de los tribunales superiores, justo esos ante los que sus representantes deben rendir cuentas cuando, en ocasiones muy particulares, son imputados por delitos flagrantes.
España es una “impunocracia”, neologismo que puede servir para definir bastante bien en lo que se acabó convirtiendo este país, en el que gobierno y poder es igual a impunidad. De ahí arranca nuestra actual crisis política que, hoy por hoy, se muestra irresoluble, precisamente por la persistencia de dicho régimen de impunidad que difiere muy poco del que puede presentarse en algunas dictaduras (no hay que olvidar que venimos de una) y aquello que alegremente bautizamos como “repúblicas bananeras”.
Solo de esta manera se puede comprender que el cuñado del Jefe del Estado, Urdangarín, actuara como lo hizo. La falta de recato, las entrevistas públicas, los correos bochornosos. En definitiva, el saqueo del dinero de todos, con la complicidad de la clase política hegemónica. Complicidad e impunidad, falta de controles democráticos. La corrupción se da en cualquier democracia, la simple y llana corrupción. Nosotros hemos logrado llegar mucho más lejos que cualquier otro país similar hasta crear un modelo propio, el del reinado de la impunidad.
Se puede robar, se puede evadir dinero a Suiza o a paraísos exóticos varios, pero que lo hagan con el descaro que lo hacen solo se explica porque han gozado y gozan de total impunidad, tanto judicial como, no nos olvidemos, mediática, al menos en los grandes medios de comunicación de masas. Se me podría refutar con la nómina de políticos imputados, procesados y, finalmente, condenados.
Algunos hasta se dan por satisfechos viendo que algunos políticos y empresarios importantes han pisado la cárcel. Algunos la ridícula cifra de algunas horas, liquidando por ello al malvado juez que se atrevió a ello. Y yo digo que también en las dictaduras más corruptas (véase China) muchos que son descubiertos robando acaban con sus huesos entre rejas. La cuestión no es el número de chorizos que en España, tras años y años de abandono y triquiñuelas judiciales previas, que es parte de la impunidad, acaban durmiendo en una prisión, muchos por cierto indultados o sometidos a un régimen carcelario de risa. No, ese no es el problema. El drama de este país es mucho más siniestro.
La clase política de raso, sabedora de la impunocracia en la que habita, roba y dilapida sin pudor. Los mecanismos de control, creados por su propia organización criminal, solo controlan a las moscas del café. El Tribunal de cuentas es un ejemplo simbólico pero sencillo de entender. Fiscalizan las cuentas algunos lustros después de que hayan sido saqueadas. Si son tan amorales como el cuñado del Rey y alardean de sus saqueos comprándose mansiones en barrios de la jet, coches de lujo o áticos varios , ocasionalmente, alguna pieza menor se ve sometida a un proceso judicial en el que el fiscal, marioneta del poder, directamente no acusa. En el caso de un pata negra, es decir, de un diputado, si hacienda se ve perjudicada, es decir, si todos nos vemos perjudicados (que es siempre por cierto) puede aparecer un documento de la administración que demuestre que el robo fue pequeño o que no hubo delito fiscal o bien directamente que unas facturas falsas demuestren que todo está en regla con el fisco.
No deberíamos obviar que en gran medida la impunidad asienta sus bases en la tolerancia y permisividad de una sociedad vulgar y amoral, tras décadas de educación primero en una dictadura y después en una partidocracia coronada, fuente inequívoca de corrupción por su propia esencia. Los españoles han visto como el ejemplo, el espejo en el que mirarse era una persona que despreciaba la cultura, que alardeaba de su virilidad y que amontonaba suculentas comisiones. Y todo jaleado por una prensa vulgar y adocenada. De esta manera se ha visto desprovista de los mecanismos más básicos para conformar el pensamiento crítico necesario en toda sociedad democrática. En correspondencia con todo ello muchos han visto con admiración, en algunos casos, al trincón cotidiano, pensando aquello de “si yo pudiese también robaría”.
La cuestión a dilucidar no es como se ha llegado a la impunidad como forma de gobierno. Muchos conocen y otros van conociendo, poco a poco, el pacto de silencio y compadreo que supuso la Transición, con partidos del gobierno financiados por Persia (hoy Irán) y partidos de la oposición financiados por la CIA vía Alemania. Lo importante es saber si una minoría puede variar el curso de la historia, es decir, si hay posibilidad de cambio real y no puramente estético. Si más allá de abrir un tiempo nuevo tenemos las agallas de abrir en canal el cadáver que nos ha arrojado sobre la mesa la sacrosanta Transición y conseguimos establecer no una nueva clase política o un simple cambio generacional, sino un sencillo sistema de democracia: representatividad y separación de poderes, ya saben.
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