El destino económico diseñado por la Unión Europea para el Estado español ha consagrado la debilidad productiva que en 2008 ha quedado en evidencia
La inserción del Estado español en la UE (antes CEE) y la reestructuración de la actividad económica que la acompañó supuso un proceso de desindustrialización, deslocalización y especialización en un contexto marcado por una fuerte tendencia hacia la terciarización de la economía, identificada con la modernización capitalista.
A partir de la plena integración del Estado español en la UE se intensificó el desembarco de capitales en busca de la adquisición de redes de comercialización y de los menores costes laborales. Adquisiciones, joint venture, acuerdos de representación, etc. fueron las diferentes fórmulas de penetración que liquidaron la base productiva precedente (siderurgia, naval, minería). Como el resto de países del sur de Europa, España se especializaba en una producción industrial de baja composición tecnológica y cada vez más dependiente del capital transnacional, mientras los beneficios obtenidos por las transacciones de la burguesía española con las firmas extranjeras fueron al inmobiliario, la bolsa y los paraísos fiscales. Caso aparte es el del País Vasco, con un componente empresarial de cooperativismo capitalista generador de un tejido industrial, centros de I+D y una cultura de acumulación de capital diferente al resto del Estado, aunque igualmente dependiente en la cadena de acumulación de capital transnacional.
Resultado de todo ese proceso de reestructuración fue el desarrollo acelerado de los servicios de todo tipo, comenzando por la Administración (Estado de las autonomías). La reestructuración, que fue en buena medida financiada con las transferencias de los fondos estructurales europeos, de los que el Estado español ha sido el principal beneficiario (108.000 millones de euros en el periodo 1989-2007), determinó esa decantación hacia el sector servicios (casi el 70% del PIB y el 65% del empleo en la actualidad), con especial énfasis en el turismo (en torno al 16% del sector servicios) y en las actividades inducidas; o sea, la “industria” del entretenimiento, de la cultura, de la movilidad y del tercer sector (espectáculos deportivos, macroconciertos, exposiciones, ONG, proyectos de ayuda a terceros, etc.).
A pesar de que la afluencia de los fondos estructurales posibilitara la consolidación de grandes capitales “nacionales” en el sector de las infraestructuras, las telecomunicaciones, la energía, el agua y, por supuesto, la banca, ni la actividad económica desarrollada en el propio territorio, ni las eventuales transferencias de las firmas españolas que colonizan nuevos países son suficientes para reconducir la economía española. Ni las iniciativas en el sector productivo (automatización, reducciones salariales, eliminación de ventajas laborales, etc.) ni la sobreexplotación de la población migrante en la agricultura industrial y de transformación alimentaria, así como en los servicios de cuidados, etc., pueden evitar la caída general de la rentabilidad del capital.
Es así como una estructura económica basada en el turismo, la especulación inmobiliaria –que continúa a pesar de todo en los principales destinos turísticos–, el blanqueo de dinero y las actividades de servicios de escaso o nulo valor añadido (prostitución, tráfico de drogas, hostelería, servicios a las personas, etc.) determinan una inserción subordinada del Estado español en la cadena transnacional de acumulación de capital, lo que estrecha aún más los márgenes para enfrentar las consecuencias de la crisis general capitalista.
Además, la especialización en el turismo de masas, cuyos mecanismos de funcionamiento blindan la circulación de los capitales y los gastos de los clientes –y los beneficios– en el circuito del holding operador, arroja beneficios privados (cadenas hoteleras, mafias de prostitución, etc.) y costes públicos (mantenimiento de infraestructuras, seguridad, limpieza, etc.).
Las contradicciones en este sentido son flagrantes: el capital operativo en el Estado español no crea empleo, sino que reparte y subdivide el existente, como lo reflejan las cifras oficiales (jornadas a tiempo parcial y empleos temporales), caen los ingresos salariales por debajo incluso del nivel de reproducción (trabajadores pobres) y con ello la cotización a la Seguridad Social (garantía de futuro de las pensiones) y la recaudación de impuestos.
Por otra parte, si bien el sistema económico mundial describe una creciente interdependencia de los países, no es menos cierto que esa interdependencia de la cadena transnacional de producción, circulación y realización del capital se materializa en una escala de subordinación de acuerdo con la capacidad generadora de riqueza (valor) de cada país. Y es aquí donde una economía como la española, cuya principal actividad es el turismo, define una estructura débil y subordinada.
Una estructura económica de estas características, que se ha aguantado con el crédito –y el endeudamiento privado y empresarial– de las dos décadas pasadas, no tiene otra solución capitalista que la huida hacia adelante recomendada por el FMI y el Banco Mundial en el sentido de profundizar las reformas (laboral, recortes en sanidad, educación y servicios sociales, etc.) en un intento desesperado de conseguir competitividad (y reducir el déficit), o sea, de reconducir la tasa de acumulación de capital y reducir los gastos improductivos de la terciarización sobredimensionada.
Ante la evidencia de los magros resultados obtenidos por las reformas de cara a instaurar una tasa de acumulación de capital por la vía de la explotación directa que se resume en la progresiva precarización laboral, la estrategia capitalista se orienta hacia la expropiación indirecta de los recursos acumulados (ahorros). Pues, a fin de cuentas, el amortiguador social de la depauperación social que se invoca en la solidaridad familiar frente a la crisis no es otra cosa que una ofensiva contra los depósitos bancarios de los hogares españoles.
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