“Nuestros sueños son más grandes que sus urnas”
(Grafiti del 15M en la Puerta del Sol)
Se atribuye al torero Rafael Guerra, “Guerrita”, la frase “lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible”. Una tautología que refleja la imposibilidad de aplicar cosas absurdas. Bien porque suponen una aporía desde sus enunciados o bien porque carecen de virtualidad en la práctica. Es lo que la ciencia del derecho estudia en el apartado “eficacia de la norma”. Pues bien, en ese capítulo habría que insertar la disposición legal que establece la llamada jornada de reflexión en periodo electoral. Una forma torpe de calificar a un tipo legal de censura política que no resiste comparación con la lógica de los tiempos que corren y además conculca el ejercicio de libertades fundamentales como el de la libertad de expresión, precisamente en los críticos momentos en que su ejercicio responsable es más precioso. En suma, la falsa jornada de reflexión, además de una ley mordaza ad hoc, supone un caso clásico de norma inválida, o sea, sin capacidad de realización.
Y lo es así ya que en las sociedades de la información es metafísicamente imposible impedir que la ciudadanía esté continuamente informada a través de los múltiples dispositivos electrónicos a su alcance, desde los smartphones a las tablets, pasando por los más tradicionales de la prensa, la radio y la televisión. Todo en la civilización del consumo global conspira para que permanezcamos atentos a las pantallas, continuamente conectados, enredados. Y en esa tesitura, sí, puede haber un Estado que legisle sobre la vigencia de la “jornada de reflexión”, más por cálculo político que por pura lógica (errata nature). Pero lo que no puede lograr hoy ni el régimen más obsesivo del mundo es evitar que un ciudadano busque encuestas, sondeos u opiniones a través de sus cachivaches cibernéticos en el más allá de la nube global. No se puede poner puertas al campo.
Y eso es precisamente lo que pretende hacer el gobierno español del PP, con el apoyo del resto de los partidos políticos del arco parlamentario, previniendo contra las movilizaciones ciudadanas que se han autoconvocado en los lugares más emblemáticos de muchas ciudades de España el sábado 23 de mayo para socializar la jornada de reflexión antes de que se abran las urnas y callen las personas. La verdad es que si nuestras autoridades tuvieran una más elevada concepción de la democracia y de los valores participativos que su disfrute conlleva no sólo derogarían “la jornada de reflexión” vigente sino que incentivarían que la gente debatiera sobre los programas y perspectivas políticas oferentes hasta el límite de sus posibilidades. En Estados Unidos, por ejemplo, la Primera Enmienda que garantiza la integridad de la libertad de expresión sin atenuantes, fue incorporada a la Constitución por los padres fundadores en el temprano año de 1791.
Pero aquí, con mucho menos currículum en los procedimientos democráticos y con el lastre de una Constitución asentada sobre un consenso entre elites partidarias, el miedo guarda la viña. Temor a que la gente piense más allá de lo permitido. Sin duda hay precedentes para esa renuencia a que el pueblo hable cuando no le corresponde por imperativo legal. Recordemos que las sucesivas jornadas de reflexión a pie de calle que se materializaron tras el brutal atentado del 11M y las mentiras de manipulación masiva perpetradas por el gobierno del PP, pudieron influir para el resultado de las elecciones del 14 de mayo que devolvieron al PSOE al poder. Aunque en el 2015 la reivindicación de una auténtica jornada de reflexión sin candados tiene otras motivaciones que desbordan el tradicional escenario dúplex de a “rey muerto, rey puesto”. Lo que se ventila en estos primeros comicios tras la crisis es salir del cepo del duopolio dinástico hegemónico y hablar de res pública y de democracia participativa.
Y en ese panel ni son todos los que están, ni están todos los que son. La vieja política, aunque resista en odres nuevos, es lo que merece situarse en el centro de los debates y las reflexiones individuales y colectivas que emerjan en las concentraciones del 23M, víspera de las elecciones, siguiendo la convocatoria impulsada bajo el espíritu del 15M. En común, no partidos, porque el ágora es el lugar de expresión del zoon politikon, de la ciudadanía activa. Un espacio público reconquistado para la autogestión cívica y la crítica democrática. Obviando tentaciones totalizantes para hacer de ese punto de encuentro un númerus clausus del comercio, el ocio tarifado y el negocio. Un kilómetro cero donde la gente comparta ideas e ideales, cara a cara, experimentando valores humanos contra la embestida de sicofantes y filibusteros. Asumiendo el imperativo ético de la propia experiencia, aquel célebre “no más deberes sin derechos, ni derechas sin deberes”, de la Primera Internacional antiautoritaria. Sin mayorías que sepulten a minorías ni minorías que tiranicen a mayorías. Con inclusividad, deliberación, horizontalidad y el orgullo de trabajar para la eternidad.
El culto a la jornada de reflexión que promueven nuestras autoridades no es solo un monumento a la sinrazón de una democrática secuestrada por la demoscopia y los talk-shows. Lo que en su fuero interno revela esa cerrazón es una profunda antipatía y un recelo ante un pueblo en marcha, mayor de edad, ilustrado, responsable, libre y autogobernado en sintonía con su hogar medioambiental. Ese olimpo de representantes que cada vez se hace más impresentable debería aprender de la propuesta recogida en el último trabajo del prestigioso politólogo estadounidense Ronald Dworkin sobre la iniciativa de sus colegas Ackerman y Fishkin (La democracia posible, pág.186.).
Rafael Cid
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