Mujeres migrantes en redes de trata, menores refugiados que se enfrentan solos a la indefensión, hombres sin recursos, engañados y hacinados en pisos. Así es la realidad de la Europa que no queremos ver.
Que al hablar de esclavitud pensemos en África, Asia y alguna zona de América Latina no deja de ser un estereotipo. Porque la esclavitud, esa práctica laboral asfixiante por la que se cobra un sueldo mísero, o ni eso, ahora es moderna. Y la tenemos aquí mismo.
En el mundo, son 40 millones de personas las que están sometidas a la esclavitud moderna, matrimonios y trabajos forzosos, según la ONG Walk Free Foundation. Pero esos 40 millones no se concentran en ciertos puntos del planeta, sino que viajan a donde sea con tal de escapar de sus lugares de procedencia, que suelen ser siempre los mismos: países y zonas de conflicto, miseria y autoritarismo.
La inmigración, lejos de venir “a quitarnos el trabajo”, como defiende la extrema derecha europea, llega al continente para ser maltratada laboralmente. El Reino Unido es el caso de publicación más reciente, donde el nigeriano Timi Pepple vivió hacinado en una casa y tuvo que trabajar duro como vendedor ambulante por unas monedas para “El Jefe”. Sin libertad en una red de tráfico de esclavos. Como él, miles en todo el continente.
Los inmigrantes ya no vienen a Europa a cumplir un sueño, sino a escapar de una realidad que consideran el infierno. Lo que muchos no esperan es que aquí les espera otro.
En el caso femenino, la trata de mujeres, niñas y niños sigue siendo un problema que en el grueso de los países europeos nadie se atreve a abordar. La policía sabe quiénes son las prostitutas sometidas a esclavitud y quiénes son sus proxenetas. Se establece una vigilancia mínima para que no haya ruido ni demasiadas quejas vecinales y ahí se queda todo.
Más preocupante aún, si cabe, son los miles de niños, inmigrantes, refugiados y ambas cosas, que vagan solos por las ciudades europeas. Afganos, sirios, eritreos, iraquíes… Menores que han visto el horror de la guerra, han perdido a sus familias o las han dejado atrás y se enfrentan solos a la dureza de la vida en un lugar que no es el suyo, y a la indefensión ante las mafias y redes de explotación de menores.
Según Unicef, ACNUR y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), unos 33.000 niños llegaron solos a Europa en 2016, un tercio de todos los menores que entraron ese año en el continente. En términos generales, ACNUR afirma que solo en Europa Occidental hay más de 100.000 menores no acompañados, y Unicef apunta que 170.000 niños no acompañados solicitaron asilo en Europa en 2015-2016. Europol, por su parte, calcula que en enero de 2016 habían desaparecido 10.000 niños refugiados solos en territorio europeo.
Mientras tanto, seguimos criminalizando la ayuda humanitaria de organizaciones como Proactiva Open Arms, que se juegan la vida para salvar otras en el mar, y seguimos mirando hacia otro lado cuando un propietario se niega a alquilarle su piso a una persona refugiada en nuestro propio edificio. Seguimos hablando de inmigrantes que no se integran, sin comprobar cuántas trabas de integración se les ponen en nuestras propias ciudades.
Si en nuestro propio continente no somos capaces de ver cómo se van tejiendo las redes de la esclavitud de las personas más vulnerables, esta práctica seguirá existiendo en nuestras narices. Y seguiremos sin verla.
https://www.elsaltodiario.com/gsnotaftershave/la-esclavitud-de-aqui
En el mundo, son 40 millones de personas las que están sometidas a la esclavitud moderna, matrimonios y trabajos forzosos, según la ONG Walk Free Foundation. Pero esos 40 millones no se concentran en ciertos puntos del planeta, sino que viajan a donde sea con tal de escapar de sus lugares de procedencia, que suelen ser siempre los mismos: países y zonas de conflicto, miseria y autoritarismo.
La inmigración, lejos de venir “a quitarnos el trabajo”, como defiende la extrema derecha europea, llega al continente para ser maltratada laboralmente. El Reino Unido es el caso de publicación más reciente, donde el nigeriano Timi Pepple vivió hacinado en una casa y tuvo que trabajar duro como vendedor ambulante por unas monedas para “El Jefe”. Sin libertad en una red de tráfico de esclavos. Como él, miles en todo el continente.
Los inmigrantes ya no vienen a Europa a cumplir un sueño, sino a escapar de una realidad que consideran el infierno. Lo que muchos no esperan es que aquí les espera otro.
En el caso femenino, la trata de mujeres, niñas y niños sigue siendo un problema que en el grueso de los países europeos nadie se atreve a abordar. La policía sabe quiénes son las prostitutas sometidas a esclavitud y quiénes son sus proxenetas. Se establece una vigilancia mínima para que no haya ruido ni demasiadas quejas vecinales y ahí se queda todo.
Más preocupante aún, si cabe, son los miles de niños, inmigrantes, refugiados y ambas cosas, que vagan solos por las ciudades europeas. Afganos, sirios, eritreos, iraquíes… Menores que han visto el horror de la guerra, han perdido a sus familias o las han dejado atrás y se enfrentan solos a la dureza de la vida en un lugar que no es el suyo, y a la indefensión ante las mafias y redes de explotación de menores.
Según Unicef, ACNUR y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), unos 33.000 niños llegaron solos a Europa en 2016, un tercio de todos los menores que entraron ese año en el continente. En términos generales, ACNUR afirma que solo en Europa Occidental hay más de 100.000 menores no acompañados, y Unicef apunta que 170.000 niños no acompañados solicitaron asilo en Europa en 2015-2016. Europol, por su parte, calcula que en enero de 2016 habían desaparecido 10.000 niños refugiados solos en territorio europeo.
Mientras tanto, seguimos criminalizando la ayuda humanitaria de organizaciones como Proactiva Open Arms, que se juegan la vida para salvar otras en el mar, y seguimos mirando hacia otro lado cuando un propietario se niega a alquilarle su piso a una persona refugiada en nuestro propio edificio. Seguimos hablando de inmigrantes que no se integran, sin comprobar cuántas trabas de integración se les ponen en nuestras propias ciudades.
Si en nuestro propio continente no somos capaces de ver cómo se van tejiendo las redes de la esclavitud de las personas más vulnerables, esta práctica seguirá existiendo en nuestras narices. Y seguiremos sin verla.
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