El ámbito laboral es el espejo de una sociedad desigual. El porcentaje de trabajadoras pobres en España es el más alto de la UE, solo superado por Rumanía. ¿Por qué las mujeres cobran menos que los hombres y a quién beneficia?
Las cifras de desigualdad salarial saltan de vez en cuando a las noticias y nos dejan en shock: las mujeres cobran entre un 20 y un 25% menos que los hombres. Pero ¿qué significan realmente estas cifras y por qué sucede esto?
A veces la brecha salarial se mide como la diferencia entre el salario medio de los hombres y el de las mujeres –y ya sabemos que las medias pueden esconder situaciones muy diversas–. Estas cifras, por tanto, no quieren decir que a igual trabajo cobremos un 25% menos. Aunque si tomamos por ejemplo la media por hora trabajada, sigue siendo alta: casi un 15%, según el último Eurostat. Un informe reciente de la UGT concluye que las mujeres cobramos menos en la mayoría de sectores, en todos los niveles educativos, con cualquier tipo de contrato y de jornada. En teoría, los convenios colectivos impiden la discriminación salarial pura y dura, pero todavía se da que a mismo trabajo, diferente sueldo. Primero, porque se reconocen de forma distinta empleos que tienen igual valor, según estén realizados por hombres o por mujeres, pero también porque se premian con complementos salariales unas tareas en detrimento de otras o se pagan de forma distintas las horas extra.
Lo que indican los números, y cualquier dato que haga referencia al género en el ámbito laboral, es que la desigualdad está instalada en nuestra sociedad y se reproduce muy especialmente en el mundo del trabajo. Así, una parte importante de esta diferencia nos indica que la precariedad se ceba más en las mujeres. O sea, si los empleos están cada vez más degradados, con salarios más bajos y más inseguridad, podemos estar seguras de que los peores lugares de la jerarquía laboral son femeninos. Así, el 72% de las jornadas parciales en España lo ocupan mujeres y la mayoría no lo ha elegido, sino que no ha encontrado otra opción –el 58%–. Con estos minijobs ya sabemos que no se puede vivir, es decir, tener un trabajo, ya no garantiza salir de la pobreza. El porcentaje pues de trabajadoras pobres en España es el más alto de la UE, tan solo superado por Rumanía.
En la carrera de los indicadores, también quedan las últimas. Por ejemplo, este primer trimestre la tasa de paro femenina se incrementó hasta el 20,5%, mientras que la masculina se mantuvo en el 17,2%. Y es que la posibilidad de embarazo y los permisos de maternidad todavía implican desigualdad a la hora de encontrar trabajo. Otro triste récord gracias a las últimas reformas laborales del PP es que somos el país de Europa con más trabajos temporales. Otra vez, de mayoría femenina y sigue subiendo, casi el 80% de los contratos firmados por mujeres son temporales. Temporalidad, jornadas parciales e inestabilidad en el empleo cóctel perfecto para presionar a la baja los salarios. A los empresarios, sobre todo del sector servicios –donde más se concentran las mujeres– les beneficia.
De hecho –y aunque afecta a todos los sectores– muchas de las externalizaciones a empresas multiservicios realizadas por empresas para deshacerse de trabajadoras contratadas y de los convenios colectivos afectan a mujeres. Las Kellys –“las que limpian los hoteles”– han tenido éxito a la hora de denunciar esta situación por la que han visto descender sus salarios y aumentar horas de trabajo en peores condiciones. Hemos visto sus bolsos llenos de pastillas para poder seguir el ritmo de un trabajo infernal que sufren en sus cuerpos doloridos.
La mayoría de la fuerza laboral femenina se concentra en aquellas ocupaciones que tienen relación con los roles y estereotipos que tradicionalmente se nos han atribuido como cuidar, limpiar, o aquellos trabajos que implican emociones. Lo más curioso es que muchas de estas labores se menosprecian precisamente porque las desarrollan mujeres. Cuando un trabajo se “feminiza”, es decir, pasa a ser realizado mayoritariamente por mujeres, sistemáticamente empeoran sus condiciones laborales y de estatus. Es decir, bajan sus salarios también.
Ahora mismo, estos se dan en el sector servicios –cocineras, camareras, limpiadoras, camareras de pisos, cajeras de supermercado, teleoperadoras– o en el de cuidados –trabajadoras domésticas, cuidadoras, niñeras– como comprobamos en la última Encuesta de Población Activa (EPA) del Instituto Nacional de Estadística (INE). La expansión de estas ramas nos indica que la creciente participación de la mujer en el mundo laboral se debe, al menos en parte, al hecho de que se han trasladado al mundo laboral actividades que antes las mujeres realizaban gratis o como criadas infrapagadas.
Los trabajos que están más degradados, además, son aquellos más invisibles. El caso más evidente es el de las trabajadoras domésticas en el que todavía hoy se emplea una parte muy importante de la fuerza laboral femenina, muchas veces sin contratos, sin horarios, sin derechos. Muchas de estas trabajadoras domésticas son inmigrantes, porque la ley de extranjería las hace todavía más vulnerables. Si eres mujer y migrante, tienes muchas posibilidades de estar en lo más bajo de la escala social.
Pues parece que sí. Todavía hay trabajos de “mujeres y de hombres”, y estos trabajos feminizados tienen peores condiciones laborales porque debido a condiciones estructurales, ahora y en el pasado, las mujeres tienen menos posibilidades de elección y más presión para desempeñar trabajos mal retribuidos. También, por supuesto, y esto es importante, porque tienen que combinarlos con el trabajo invisible en el hogar. Así, las carreras de las mujeres son más intermitentes debido a las labores de limpieza y cuidados que tienen que ejercer con niños, ancianos y dependientes.
Algo de historia
Históricamente las mujeres han tenido que hacer ese tránsito continuo entre el trabajo pagado y el no pagado, con todas las dificultades que eso entraña. Mientras que los hombres se han limitado a la esfera del trabajo remunerado. Como explica Nancy Fraser, esta división entre trabajo productivo y reproductivo –en el hogar– se produjo desde la era industrial. Fue entonces cuando la masa laboral masculina fue salarizada, mientras que las actividades reproductivas se retribuyeron con la moneda del amor y la virtud. Pero en el mundo que inauguró la revolución industrial, en el
que el dinero se convirtió en el principal medio de poder, quienes se quedan encargadas del trabajo no pagado quedarán estructuralmente subordinadas a aquellos que sí tendrán retribuciones monetarias. Este es el origen de la desigualdad.
Las mujeres cobrábamos menos que los hombres porque se suponía que nuestro lugar era el hogar y los salarios más bajos se justificaban porque se consideraban un suplemento al del marido o el del padre, lo que garantizaba la subordinación. Aunque esta imagen no dejaba de ser un mito que no se correspondía con la realidad vivida por muchas mujeres: tanto solteras como casadas –sobre todo de clase obrera– que trabajaban en proporción mucho mayor que la indicada por las estadísticas y a veces eran cabezas de familia.
Esto tendrá su correlación en el mundo laboral, como explica Ulla Wikander en De criada a empleada: Poder, sexo y división del trabajo (S.XXI,2016). Entre las décadas de 1960 y 1980, al producirse la gran irrupción de la mujer en el mundo del trabajo fuera del hogar, el mercado laboral ya había sido estructurado según el sexo biológico mediante un proceso que había durado siglos. Aunque las actividades que se atribuían a mujeres y hombres fueron cambiando a lo largo de ese tiempo, a veces de manera bastante arbitraria. “Los oficinistas fueron reemplazados por fuerza laboral femenina y los lecheros expulsaron a las lecheras del negocio de la leche”, explica Wikander. Y con estos cambios, también variaron las condiciones de trabajo, salarios y estatus de esas tareas.
Y si la división laboral según géneros demostró ser muy ventajosa para los patronos –que conseguirán así fuerza laboral con menos derechos– será la ley la que fijaría la base de esta subordinación. Por ejemplo, durante el periodo de entreguerras, la prohibición del aborto y de las medias preventivas del embarazo fueron de la mano de las restricciones del trabajo femenino en el mercado laboral, vinculando reproducción al hogar y a la mujer. Hoy, las restricciones no son legales, pero los hogares han tenido que sostener el recorte de gasto público en servicios sociales y de cuidados –ley de dependencia, guarderías, residencias, educación, salud, etc.– y están condenando a las mujeres a asumir todas esas tareas extra. Las que pueden, a su vez, externalizan esos cuidados contratando a otras mujeres, generando uno de esos trabajos feminizados mal pagados. Cuando las condiciones laborales empeoran, y el Estado del bienestar se contrae como sucede ahora, sabemos seguro que implicará un retroceso para las condiciones de vida de la mujer.
Pero si algo nos enseña la historia del feminismo es que se pueden conquistar derechos formales al mismo tiempo que perdemos terreno en el ámbito laboral. Hoy, el empeoramiento de las condiciones de trabajo de las mujeres durante la crisis así lo indica. También sabemos con certeza que cada una de las conquistas en relación con la igualdad de género ha tenido que ser peleada con fiereza por las mujeres. Por tanto, quizás es tiempo de poner en el centro de la lucha feminista otra vez la cuestión laboral y su relación con la clase.
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