Bajo la cobertura retórica de un acuerdo que atiende al doble propósito de hacer desaparecer aranceles y duplicaciones, el TTIP es una jugada maestra al servicio de los intereses de las transnacionales y en abierta desatención de lo que, en buena ley, deben reclamar las comunidades humanas, los trabaja dores y el medio natural. Una aguda señal de que esto es así la aporta el hecho de que en el proceso de toma de decisiones vinculado con el acuerdo todas estas últimas instancias –y con ellas los problemas que arrastran– desempeñan un papel menor, por no decir que nulo. En semejantes condiciones difícilmente sorprenderá que en el contenido que cabe atribuir al TTIP no haya ningún espacio que permita augurar una mejora en lo que ya tenemos y, con ella, una superación de lo ya existente. Lo que se barrunta es, antes bien, el designio de propiciar un nuevo deterioro, uno más, en el terreno social, en el laboral y en el medioambiental.
Es difícil, aun con ello, predecir el futuro planetario derivado de una imaginable aplicación del acuerdo. En una de las lecturas posibles, Lamy identifica tres horizontes diferentes. El primero lo aporta un choque entre “multilateralismos regionales”, con el norteamericano/europeo enfrentado al liderado por China, al amparo de una fragmentación general del comercio internacional. Una segunda posibilidad es que EE UU, la UE y Japón impongan su “multilateralismo regional” o, lo que es lo mismo, que reaparezca en plenitud la dominación que las potencias industriales tradicionales ejercieron en buena parte del siglo XX. El tercer horizonte habla, en fin, de un “multilateralismo global”, acatado por todas las partes, o al menos por todas las partes importantes. Las cosas como fueren, parece servida la conclusión de que la irrupción de acuerdos como el TTIP está llamada a tener un efecto de exacerbación de las tensiones, comerciales y no comerciales, entre el mundo occidental, por un lado, y las economías emergentes, por el otro, con todos los demás como meros convidados de piedra que están a expensas de lo que hagan uno y otras.
El panorama en el espacio geográfico que nos es más próximo se ve marcado, antes que nada, por la certificación de algo que ya sabíamos: en el caso de la UE, y más allá de algunos matices, socialistas y socialdemócratas –incluidos, claro, los españoles– no dudan en respaldar un acuerdo como el TTIP, circunstancia que por sí sola obliga a preguntarse por la cordura de quienes no se paran en mientes a la hora de pactar con las fuerzas políticas correspondientes. Ya hemos señalado que en los estamentos oficiales se ha abierto camino el firme designio de evitar cualquier tipo de debate público sobre el acuerdo. Si ese debate ha ganado algún terreno, ha sido en virtud del esfuerzo de iniciativas de base varias que, en condiciones muy difíciles, han procurado explicar qué es lo que el TTIP está llamado a acarrear. No parece, de cualquier modo, que los resultados hayan sido, hasta este momento, estimulantes. A tono con algo que ya tuvimos la oportunidad de palpar al amparo de lo ocurrido con el Tratado Constitucional de la UE, una encuesta realiza da en Francia en mayo de 2014 concluía que un 55 por ciento de los ciudadanos nunca había oído hablar del TTIP, lo cual no era óbice para que un 71 por ciento de aquéllos apoyase la armonización de regulaciones y un 68 por ciento respaldase la desaparición de las barreras arancelarias y la creación de un mercado común con EE UU. Otra encuesta, en este caso desarrollada en España, señalaba que sólo un 30 por ciento de los ciudadanos españoles tenía algún conocimiento, siquiera mínimo, sobre el TTIP; motivos hay, sin embargo, para recelar de un porcentaje como el señalado, que retrata una realidad moderadamente halagüeña, en el buen entendido, claro, de que “haber oído hablar de” se antoja un dato irrelevante en términos de un debate político abierto y vivo. Es bien conocido, en cualquier caso, el procedimiento: primero se esparcen unos cuantos tópicos y luego se vinculan con un texto que se protege de debates públicos y críticas serias. Cierto es que también se aprecia, al menos en algunos países, una percepción general que concluye que el TTIP será más beneficioso para EE UU que para la UE. Eso es, al parecer, lo que pensaba en Alemania, en julio de 2014, un 58 por ciento de los ciudadanos, en tanto sólo un 14 por ciento con sideraba que la UE saldría más beneficiada.
Debemos dar por descontado, en cualquier caso, algo importante a lo que ya nos hemos referido: en la eventualidad de que el TTIP se tope con problemas en el proceso de ratificación, lo esperable es que salga, pese a todo, adelante. La experiencia de lo ocurrido en 2005-2006 con la mal llamada “Constitución europea” invita a llegar a esa conclusión en virtud de la capacidad que los poderes comunitarios han demostrado en materia de trampas legales, distracciones, presiones y chantajes. Gracia tiene que quienes son genuinos maestros de la manipulación y de la imposición se quejen de lo que entienden que es una indeseable “politización” del debate que haría que éste perdiese sus esperables perfiles tecnocráticos y alejaría del primer plano a los expertos. Tanto más indignante les debe parecer esa politización cuanto que a menudo acarrea, por añadidura, impresentables sentimientos de repudio hacia una potencia, intocable, de nombre Estados Unidos. Por lo que a nosotros respecta, no podemos esperar noticias. Estamos obligados a movilizarnos con urgencia desde abajo, desde la autogestión y desde la solidaridad.
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