Es tan obvio que incluso parece ofensivo decirlo, pero el Tratado de Libre Comercio (TTIP) que negocian en secreto Estados Unidos y la Unión Europea es poco más que otro montón de papeles con el único objetivo de sellar, más aun, el sistema en el que estamos inmersos. Ese en el que las multinacionales manejan los hilos. Ese que a veces deja titulares como “sólo 85 personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad”, según Oxfam. Ese en el que unos lo tienen todo y otros nada.
Cada vez que los negociadores del Tratado se ponen de acuerdo en alguna nueva normativa venden su alma a un diablo que se manifiesta en forma de capitalismo. Desde la cooperación regulatoria, que pretende otorgar barra libre a los poderes económicos, hasta el ISDS, que permite a las multinacionales denunciar a los Estados cuando sus regulaciones les perjudican. En ocasiones es el poder, otras es el dinero que reportará este negocio a los intereses privados; ambas para los más afortunados, que verán cómo su mercado se cederá traspasando una vez más las líneas rojas de lo ético y moral. La pregunta es hasta cuándo.
El retroceso en los derechos, que especialmente vivirán los europeos si se firma el TTIP, no es baladí. Un Tratado más, que sigue el camino de acabar con muchos de los avances conseguidos tras años de enfrentamientos militares en forma de Guerras Mundiales, pero con bastante menos estruendo. Ahora ya nadie hace ruido, o así lo demuestran los 560 encuentros a puerta cerrada que la Comisión de Comercio tuvo con 298 stakeholders que representan los intereses de los lobbies industriales.
Ahora la guerras por el poder mundial se deciden en los despachos de Washington y Bruselas, no en las trincheras. Los soldados no sirven a una patria, sino al interés de una multinacional. O al conjunto de ellas. Los combatientes ya no se camuflan entre los bosques, ahora se sirven de la opacidad de las instituciones para operar sin tapujos. Ya no existen las emboscadas, sino las reuniones a puerta cerrada, los desayunos “informativos” o las puertas giratorias.
Pero si hay algo que no cambia es la propaganda, tal y como Joseph Goebbels la inventó. O como años después la redefinió Bernays: “Una manipulación consciente de las opiniones de las masas”. La desinformación sobre las consecuencias en el interés público del Tratado, así como el silencio mediático con los sectores más críticos a éste se contraponen con la difusión de panfletos propagandísticos por parte de los lobbies y la Comisión.
Claro, que las comparaciones son odiosas y la no concreción peligrosa. El TTIP no acaba con vidas, sino que crea empleo. Eso dicen las farmacéuticas que cabildean para que la extensión de sus patentes impida el acceso a alternativas genéricas a las miles de personas que mueren esperando un medicamento. O como cuando hablan de proteger los servicios públicos, y los Gobiernos entienden que quién mejor para gestionarlos que aquellos que jamás escucharlo hablar de cosas como la salud y la cobertura universal. Eso que ahora es algo de interés general podría pasar a ser una mercancía como cualquier otra.
Tampoco hablamos de un genocidio consciente, racista e indiscriminado. Pero entenderán que especular con los alimentos es una constante en esto del libre comercio, y que si el precio del kilo de maíz sube, miles de personas que ni tienen televisión, ni forma de salir en ella, pasarán a engrosar la inmunizada cifra de los 805 millones de hambrientos. Daños colaterales, pensarán los que lo piensen. “Los bancos son indispensables para que el capitalismo funcione, los hambrientos no"
El nuevo Tratado de Libre Comercio será un nuevo éxito para afianzar el sistema establecido. Un logro de las multinacionales, que lejos de conformase con los millonarios beneficios que cada año duplican los de años anteriores buscan que su poder no tenga vuelta atrás, que la firma de acuerdos internacionales les proteja para siempre de vivir en sus pieles algo parecido a la igualdad: su mayor enemigo.
“Una mentira repetida mil veces se convierte en realidad”, debieron pensar en la Comisión Europea los amantes de Goebbles cuando repetían el mantra de proteger los servicios públicos momentos antes de reunirse con los lobbistas industriales en secreto. O cuando saltan desde su despacho en lo más alto de Bruselas al de las multinacionales. Ahí, en la famosa Rue de la Loi, la calle en la que se encuentra el edificio de decisión más importante de Europa, junto el cual los grupos de presión han levantado sus campamentos, que no trincheras.
Y es que al contrario que en las guerras, ya no hablamos de enemigos, sino de amigos, que en el mejor de los casos comparten cervezas, o suben a sus redes sociales los desayunos que tienen con los grupos de interés industriales antes de partir hacia la mesa de negociaciones del TTIP. Con un café y un croissant acompañan uno de los innumerables informes que explican los beneficios del idílico escenario que presentan las multinacionales.
Pero hay que ir más allá de los cientos de diablos que frecuentan las paredes azul celeste de la Comisión para ver la luz. Detrás de los cientos de federaciones y organizaciones paraguas que representan los intereses de miles de empresas privadas y multinacionales se atisba un único objetivo: ampliar el poder de los ya todopoderosos.
El TTIP no es un solo un tratado, es el triunfo de un sistema en el que los interés del 99% se diluyen entre ese 1% que acapara su riqueza. Es un documento que no sólo firma por ese bien sonado escenario de abolir las barreras comerciales, sino que busca afianzar aún más las cuerdas del tinglado industrial en el que las multinacionales han vivido durante lustros y asegurar que así siga siendo eternamente.
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