Uno de los mayores escándalos existentes en el mundo económico-político de hoy es el comportamiento monopolístico de la industria farmacéutica, aprobado y subvencionado por la autoridades públicas (en teoría, representantes de la población), que protegen dicho monopolio a través de la asignación de las llamadas patentes, que garantizan la potestad a tal industria para inflar los precios de los fármacos. El argumento a favor de este privilegio es que la industria ha invertido enormes cantidades de dinero en la investigación de los productos farmacéuticos, una investigación que necesita ser pagada y retribuida, permitiéndole definir un elevado precio del fármaco, dándole, además, la exclusividad en la venta del producto, prohibiendo la aparición en el mercado de otros productos idénticos que hicieran la competencia a aquellos que tienen la patente. En consecuencia, la industria farmacéutica, altamente concentrada, es uno de los sectores con mayores beneficios existentes en el mundo de hoy.
Esta argumentación oculta varios hechos bien conocidos entre los expertos en la materia. Uno de ellos es que la mayor parte de la investigación que se realiza conducente a la producción del fármaco no ha sido financiada por la industria farmacéutica, sino por centros de investigación financiados públicamente. Se han publicado muchos estudios mostrando, por ejemplo, que la producción de los principales productos en venta en el sector farmacéutico de EEUU se basa en investigación básica financiada por los National Institutes of Health (NIH), los centros de mayor investigación sanitaria del gobierno federal de EEUU. Lo que hace la industria farmacéutica es utilizar esta información, aplicándola a la producción del fármaco. Esta investigación aplicada es una porción pequeña de todo el proceso de producción del fármaco. La mayor parte de los costes de producción no han sido, pues, sostenidos por la industria farmacéutica, sino por el erario público. En realidad, economistas que han estudiado el tema han recomendado que sean los mismos institutos de investigación médica (NIH) que realizan la investigación básica los que hagan la investigación aplicada, con lo cual se evitarían los elevados precios que la industria farmacéutica está exigiendo. Como señala Dean Baker, el Estado federal de EEUU se ahorraría mucho dinero si produjera él mismo los productos farmacéuticos, en lugar de tener que comprarlos a la industria farmacéutica.
Otro elemento ignorado, cuando no ocultado, es que un gran número de empresas farmacéuticas cargan como gastos de investigación gastos que no corresponden a esta categoría, como, por ejemplo, marketing. Y todavía peor, utilizan todo tipo de triquiñuelas para alargar la patente, declarando como productos nuevos productos con ligeras variaciones sobre el producto anterior.
La protesta mundial: la aparición de los genéricos
Esta situación está cambiando como resultado de la enorme movilización y protesta frente a este comportamiento. Como es lógico, la mayor protesta procede del mundo subdesarrollado, que no puede pagar los elevados precios de tales productos. Y algunos Estados, como el de la India, dicen, con razón, que la vida de sus ciudadanos es más importante que la acumulación de riqueza por parte de las empresas farmacéuticas. De ahí que sucesivos gobiernos de la India hayan indicado que en casos de vida o muerte, la ley internacional de patentes no debería aplicarse, una postura que encuentra una gran aprobación y resonancia en la mayoría del mundo donde la pobreza es una constante. Esta postura del gobierno indio se hizo altamente popular cuando dicho gobierno facilitó el desarrollo de una industria farmacéutica basada en genéricos que pudiera competir con las industrias con patentes, lo que ha forzado a la bajada de los precios.
El caso más conocido fue el de los fármacos necesarios para el tratamiento del SIDA, enfermedad que era mortal hasta que la utilización de los fármacos permitió salvar millones de vidas. Cuando tales medicamentos se introdujeron en el mercado, el coste anual del tratamiento por paciente era de 10.000 dólares, en el año 2000. Al año siguiente, en el 2001, el coste bajó en picado, pasando a ser de solo 140 dólares al año, y ello como resultado de la introducción de productos genéricos procedentes de la India, lo cual permitió salvar las vidas de los enfermos con SIDA que vivían en países subdesarrollados económicamente. Médicos Sin Fronteras calcula que el 90% de los 11 millones de enfermos de SIDA que viven en países pobres están vivos porque son tratados con medicamentos contra el SIDA que son productos genéricos, la mayoría de los cuales se fabrican en la India.
Ni que decir tiene que la industria farmacéutica utiliza todos los medios para parar la “invasión” del mercado por parte de estos genéricos. Y uno de dichos medios es tratar de influenciar a los Estados de los países más ricos, como el Estado federal de EEUU, para que se prohíban tales genéricos. El lobby de la industria farmacéutica en EEUU (PhRMA) gasta la friolera cantidad de 132 millones de dólares al año para comprar los votos de los congresistas clave, dentro del Congreso de EEUU, que tienen la responsabilidad de tomar decisiones sobre estos temas. Mike Ludwig (en su artículo “Big Pharma Lobbies Hard to End India’s Distribution of Affordable Generic Drugs”, Truthout, 10.10.14) documenta nombre por nombre quién recibe dicho dinero.
Una situación menos declarada, pero semejante, se da en los países de la Unión Europea, donde el lobby de la industria farmacéutica en Brusela es de los más extensos y más poderosos de los muchos lobbies que configuran la legislación europea. Y una situación idéntica aparece en España.
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