No sólo es el símbolo de la corrupción del PP, de un modelo caciquil, casposo y autoritario que, para nuestra vergüenza democrática, fue aplaudido por los ciudadanos en las urnas. Carlos Fabra también simboliza como nadie la tolerancia de la derecha con la corrupción, la complicidad del partido con sus manzanas podridas, la absoluta protección del PP con los suyos, salvo que cometan el único pecado mortal en el partido: romper la omertà y denunciar al resto, como hizo Bárcenas. Hasta entonces, todo lo demás es perdonable.
“Es un político y un ciudadano ejemplar para el PP y para los ciudadanos de Castellón,” dejó dicho Mariano Rajoy en julio de 2008, a pesar de que las evidencias ya eran entonces incontestables. Le avalaban las urnas y, para Rajoy, eso era más que suficiente. La Comunidad Valenciana era entonces el ejemplo a seguir, junto con la gestión de Jaume Matas en Baleares. Todo tan limpio y ejemplar como un estercolero.
La complicidad del PP con la corrupción ni siquiera ha terminado con una sentencia donde queda probado que Carlos Fabra es un ejemplo de delincuente; un político corrupto que, junto a su exmujer, ingresó en sus cuentas 3,3 millones de euros de procedencia desconocida mientras presidía la Diputación de Castellón.
Hasta ahora, las responsabilidades políticas se equiparaban con las penales para esquivarlas hasta que el juez hablase. Ahora dan igual incluso las sentencias, al menos para la secretaria general del PP, que ha encontrado una nueva y original definición para la “presunción de inocencia”. Para María Dolores de Cospedal no basta con una condena judicial. Es necesario, al parecer, que no quede posibilidad de recurso, y hasta entonces todo el mundo es ejemplar y honrado. Obviamente, esto sólo se aplica para los amigos; ya saben, la famosa ley del embudo. Para demostrar la culpabilidad de los demás, basta con que lo diga Esteban González Pons.
La condena sigue los pasos de otros famosos delincuentes. Don Carlos Fabra cae, como Al Capone, por delito fiscal. El tribunal no ve probada la conexión entre esos millones sin declarar, que milagrosamente aparecían en su más de un centenar de cuentas corrientes, y el cargo que desempeñaba.
Pese a la condena, la sentencia es decepcionante. Al parecer, según la Justicia y las leyes españolas, un político desde un cargo público remunerado puede vender “consultoría” a empresas privadas sin cometer delito alguno. Si la ley es así, es urgente reformarla. Y si es el tribunal quien aplica las leyes como si fuesen un rollo de papel higiénico, es la Justicia la que de nuevo nos falla.
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