El machismo tiene una larga estela histórica hasta que desemboca en la mente de hombres y mujeres, en Iglesias y en centros de trabajo hasta convertir la diferencia de género en algo absurdo, injusto y motivo de división y conflicto en las relaciones de pareja, en las religiones institucionales o en el mercado laboral. En todas partes del mundo la mujer es víctima del patriarcado machista disfrazado de religión, costumbre, legalidad, y otros disfraces del egocentrismo del varón o del sistema explotador.
La aparición de la sociedad patriarcal de la que surge el machismo como el fruto podrido de un mal árbol, no es un hecho casual, sino fruto del egoísmo, en este caso, extendido al género.
A la vez que se fue dando el proceso de selección y concentración de poderes y riquezas, que dividieron a los humanos en clases sociales, fueron creciendo las desigualdades por razón del sexo, pues en la medida que la sociedad basada en la violencia se extendía, la mujer,- cuyas tendencias naturales primeras como madres es evitar que mueran sus hijos en las permanentes guerras que jalonan la historia humana,- y cuya inclinación al diálogo, al equilibrio, a la compasión y al orden natural es notoria,- se fue convirtiendo en un estorbo ´”logístico” “sentimental”. Se le confinó a las paredes de la casa y se le encargaron duras labores para tenerla sometida y bajo control.
Sometida, liberaba al patriarca de los trabajos domésticos y le dejaba las manos libres para hacer y deshacer a conveniencia en el orden doméstico y para decidir sobre su prole, la cual se aseguraba como propia y garantizaba su herencia. Y este es el origen del machismo que todavía subsiste. Machismo, que por desgracia, acabó por ser aceptado por millones de mujeres, que engañadas o coaccionadas educan aún a sus hijos según los principios machistas que en el fondo no son otra cosa que la aceptación de la supremacía del orgullo y el egocentrismo del varón sobre la mujer. A esta labor de perversión han contribuido en gran manera las Iglesias que se llaman cristianas.
A grosso modo, Pablo de Tarso ya las consideró inferiores, y Agustín de Hipona y Tomás de Aquino continuaron y profundizaron su desprecio hacia el género femenino, llegándose a considerar a la mujer como vehículo del demonio y a negar que tuviese alma. De modo que las Iglesias han sido siempre coautoras y cómplices de la sociedad patriarcal machista y misógina hasta el punto de no admitir mujeres sacerdotisas, como es el caso de la Iglesia católica, la más antifeminista de todas, a pesar de enmascarar su ideología en la Virgen, cuyo culto idólatra tomado del paganismo romano del culto a Mitra suele situar a la altura del dios al que dicen servir. Pero todo eso no es más que hipocresía y maniobra de distracción para tener atrapada sentimentalmente a la mujer mientras se le relega en realidad, ya que la Iglesia es patriarcal y machista hasta la exasperación., lo cual viene como anillo al dedo a todo sistema explotador, familiar o socioeconómico.
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