"Las huelgas avisadas con 5 o 10 días de antelación pierden fuerza, pero una huelga a la brava, sin previo aviso, es ilegal y no la hará nadie". "El apoyo mutuo es nuestra mejor arma, pero las huelgas por solidaridad son ilegales". En el tiempo que llevo a la lucha sindical, los anteriores son frases que he escuchado menudo. Estoy seguro de que, como yo, también muchos otros compañeros y compañeras. Lo hemos oído, lo hemos pensado y lo hemos dicho. Reflejan una auténtica paradoja que sintetiza de manera rápida y directa una de las principales limitaciones del actual sindicalismo en España. La regulación del ejercicio de la huelga, que se vendió como la salvaguarda del derecho de hacerla, de facto la ha descafeinado y ha erosionado su fuerza. Con el tiempo ha hecho que la vayamos interiorizando como la forma lógica de proceder. El camino en el que nos hemos visto abocados no es fácil y si los sindicatos dejamos de ser útiles nuestro futuro es más bien magro. Por lo tanto, si queremos ser algo más que un recuerdo de glorias pasadas de la clase trabajadora, es imperioso reaccionar.
Este escrito nace de esta preocupación. Y se alimenta de una serie de reflexiones que los últimos años hemos compartido varios compañeros, generalmente como debates y discusiones de cara a decidir actuaciones en situaciones específicas. En cambio, prácticamente nunca las hemos podido poner por escrito, por aquello de que la fuerza del día a día te empuja y no te deja tiempo (una excepción es, entre otros,
este escrito que ya hace años escribí y que sigo pensando que es vigente). Tampoco quiero ocultar que las huelgas generales y jornadas de lucha de los días 3 de octubre y 8 de noviembre en Catalunya han acompañado las ideas que intento plasmar a continuación. Sin embargo, también quiero aclarar que este texto no pretende hablar del sentido de las dos huelgas en la situación que hemos vivido en Cataluña, ni los porqués de los diferentes planteamientos de cómo posicionarnos en ella como sindicato. Quiero hablar de las huelgas, y de nosotros. Y lo haré por puntos.
1. Toda huelga se inserta en un conflicto. Es una parte de la confrontación que, como trabajadores/as planteamos a quien nos explota. Por lo tanto, se refiere a la contra y se hace a favor. A favor de nosotros y de nuestros compañeros y compañeras, que compartimos el hecho de ser trabajadoras y trabajadores y de sufrir una situación de desigualdad. Y en contra de quien controla y se apropia de los frutos de nuestro trabajo. Generalmente la hacemos para resolver una situación que percibimos que es lesiva hacia nosotros, es decir para mejorar nuestra posición, o para evitar una degradación de nuestras condiciones de vida y de trabajo. En una realidad de intereses contrapuestos, la huelga es un instrumento. En la medida en que tiene éxito, nos permite alcanzar al menos una parte de nuestras aspiraciones. Asimismo, supone un prejuicio para quien nos explota, que ve como no puede alcanzar unos objetivos concretos y que le imponemos unas determinadas condiciones.
En este sentido, la huelga como herramienta de lucha se contrapone a la noción liberal de democracia. En esta última, es posible llegar a consensos entre opiniones diversas. De hecho, es por eso que generalmente los y las políticas profesionales hablan de "adversarios", destierran el concepto de "enemigos" y hacen un fetiche de la noción de "consenso".
2.
Del punto anterior se desprende que toda huelga es una herramienta. Es útil porque nos permite alcanzar unos objetivos. Aunque sobre el papel lo tengamos claro, uno puede caer en la tentación de hacer de la huelga un fetiche, una especie de objetivo en sí mismo. Y, precisamente, la huelga es un útil cuando otorga a quien la hace una capacidad de presión. De presionar a un empresario o una administración que, precisamente porque ostentan "poder" sobre nosotros (el que les da el monopolio de los medios de producción y la política) en un escenario normal nos mantienen en una posición de subordinación. Por lo tanto, una huelga ha de buscar construir esta fuerza que debe doblar a quien no quiere ceder, a quien no quiere moverse. Es decir, busca dotarnos de capacidad para obligar. En palabras coloquiales, persigue ejercer coerción sobre los patrones, empresas y administraciones. Concretamente, sobre aquellos/as contra quien se hace.
Bajo esta premisa, el fin de toda huelga es detener la producción en un centro de trabajo, en un sector o en un territorio concreto, en función de su naturaleza y alcance. A nadie se nos escapa que cuanto más masiva y multitudinaria, más viable es que resulte exitosa. Pero tampoco debemos pasar por alto que el hecho de que una huelga tenga un amplio seguimiento nos garantiza, necesariamente, su fuerza. En nuestra historia reciente tenemos múltiples ejemplos en este sentido y algunos los he mencionado en otras ocasiones. Del mismo modo, tampoco debemos pensar que la fuerza de una huelga radica únicamente en el hecho de que los trabajadores no vayan a trabajar. Detener la producción, paralizar el funcionamiento ordinario de las cosas e imponer otro, lo podemos conseguir de varias formas. Lo podemos hacer, por ejemplo, en una huelga de celo o alterando voluntariamente los ritmos de trabajo. Recientemente la situación en los puntos de control del aeropuerto de Barcelona o, ya hace más tiempo, la huelga de los controladores aéreos son dos ejemplos. De una manera diferente, también se puede conseguir incidiendo en otros aspectos importantes del día a día, como por ejemplo la circulación de personas y/o mercancías. Las huelgas de los pasados 3 de octubre y 8 de noviembre en Cataluña nos muestran la capacidad que decenas o cientos de cortes de carreteras y vías de tren tienen para detener un país. En un formato específico, los bloqueos de refinerías en Francia de hace unos años o, los de los alrededores del año 2000 de los centros de distribución de combustible en Cataluña, también lo ilustran.
3.
Todo ello nos sitúa en un escenario donde la finalidad de una huelga no es el recuento final de huelguistas. Del mismo modo que su éxito o fracaso no se mide a partir de la cantidad de personas que la hayan hecho, que digan que la han realizado o que podamos decir que la han hecho. No. El éxito proviene de la fuerza de que nos ha dotado la huelga y si este empoderamiento nos ha permitido imponer nuestros intereses, aunque sea parcialmente. Así pues, no se trata de recontar huelguistas como quien cuenta votos dentro de urnas en una noche electoral. Ni que salir después diciendo que la cifra obtenida es buena (o mala) en sí misma. De hecho, los medios de comunicación y el propio sindicalismo de concertación (y las administraciones y empresas) poco a poco han ido promoviendo este tipo de escenarios. De manera nada neutral porque, al hacerlo, distraen la atención del potencial real de toda huelga y lo desvían hacia una especie de falacia parlamentaria: "tanta gente ha hecho huelga y, por tanto, tú empresa me has de escuchar en el posterior proceso de negociación". Un escenario, este, donde a menudo se prefigura una renuncia a la fuerza de la huelga.
Si la utilidad de una huelga depende de su capacidad de presión, el recuento formal de huelguistas es irrelevante. A nosotros nos puede servir para fortalecer una conciencia colectiva ("nosotros, las y los que hacemos huelga") que puede contribuir a consolidar nuestro poder coercitivo. Pero, más allá de eso, tampoco es relevante de cara al desarrollo de una lucha que, como decía, depende de su potencial para subvertir la normalidad. Y esta capacidad, la evaluamos por otros medios tanto nosotros como aquellos contra quienes hacemos una huelga: cuantas líneas cerradas, cuántas aulas vacías, cuántos trenes sin circular, cuántos pedidos sin entregar ... cuál descenso de la facturación, etc.
En este contexto, algunas batallas que hemos librado para conseguir el reconocimiento de una huelga quizá pierden relevancia. Un ejemplo lo tenemos en el llamado “Paro de País” del pasado 3 de octubre en Catalunya. Una iniciativa que fue diseñada por parte de una parte de los poderes de toda la vida con el objetivo de contraprogramar una convocatoria de huelga general llevada a cabo fuera del sindicalismo oficial y que parecía que tendría una repercusión demasiado elevada. Otro lo podemos encontrar en algunos colectivos de trabajadores/as que no fichan y sobre quien la empresa tiene un menor control, como en algunos sectores de las universidades. ¿Hay que decir a la empresa que se ha hecho huelga y facilitarles así, de manera voluntaria, la retención de parte del sueldo? ¿O lo importante es hacer la huelga, hacer que la huelga nos dote de una fuerza que antes no teníamos? De hecho, ¿cuantos más trabajadores/as puedan alterar la producción capitalista en nuestro beneficio y menos de ellos/as sufran una retención salarial, no nos favorece a nosotros? Son preguntas que me hago... Obviamente, en función de las respuestas deberíamos replantearnos algunas actitudes siempre con el fin de concentrar los esfuerzos en hacer efectiva la lucha, y en el apoyo mutuo y solidaridad entre nosotros.
4.
A nadie se nos escapa que la mejor acción de lucha es aquella que coge desprevenido a nuestro enemigo. Del mismo modo, también tenemos muy claro que la solidaridad y el apoyo mutuo, así como generalizar las acciones, son también nuestra mejor arma. Ahora mismo, la regulación de las huelgas hace que esto sea difícil poder conseguirlo. Las huelgas por solidaridad no están permitidas. Dejar de trabajar de golpe, sin previo aviso, y detener un centro productivo, tampoco (con la salvedad de un número muy reducido de supuestos). Al menos bajo el actual amparo legal del derecho de huelga, diseñado para hacerlo asumible por el capital. De hecho, eso lo tenemos tan interiorizado que en muchos ambientes sindicales se habló más de la legalidad o no de la pasada convocatoria de huelga del día 8 de noviembre en Catalunya, que de si se quería o no apoyar y, en caso afirmativo, hacerlo. Todo un síntoma de cómo, a fecha de hoy, el conjunto de los trabajadores hemos asumido de manera muy general que una huelga, o es legal, o no es. Paradójicamente, algunas de las huelgas míticas que perviven en nuestra memoria colectiva, desde la de La Canadiense de 1919 a la de la Roca del 1976-1977 (y tantas otras) no lo fueron, de legales. Y tuvieron fuerza.
Es decir, tenemos un problema. Nos encontramos con una herramienta, la principal herramienta de lucha como trabajadores/as, la huelga, bastante erosionada en su poder. Tanto por las limitaciones legales que se le imponen como para la asimilación, progresiva y gradual, que los trabajadores hemos hecho de esta modalidad de huelgas domesticadas. Es cierto que en algunas ocasiones hemos conseguido avances e, incluso, victorias. Pero también es igualmente cierto que una buena parte de las huelgas acaban como escenificación de una protesta y, en el mejor de los casos, en victorias pírricas. Aparte, no debemos olvidar que muy a menudo, cuando una huelga obtiene conquistas, es porque en su desarrollo hemos incorporado acciones que van más allá del hecho de no ir a trabajar, ya sea socializando el conflicto, incorporando formas complementarias de presión en la empresa, a proveedores y clientes, etc.
5.
Estoy convencido de que no podemos tardar mucho en intentar cambiar el círculo vicioso que he mencionado en el último punto. Igualmente, creo que esta idea ya está en las cabezas de muchos compañeros y compañeras. Sabemos de las dificultades que conlleva hablar de ello, porque a menudo no queremos, de manera consciente, poner todos los puntos sobre las "ies". También sabemos de los riesgos que conlleva replantear algunas formas de lucha. Hemos visto la represión de cerca, la hemos sufrido, y también hemos experimentado como desde hace unos años se está endureciendo. Y siempre un poco más.
En el otro lado de la balanza tenemos la convicción de vivir en una sociedad en conflicto. Convicción que implica "normalizar" la represión laboral, social y política como una característica más del propio estado de las cosas. Pero que también nos hace tener claro que, la manera de neutralizar precisamente esta represión es que nuestra fuerza la haga inviable. Y, para conseguirlo, sabemos que hay que replantear algunos de los métodos y de nuestras prácticas habituales. Constantemente vamos viendo referentes, aquí y allí, de cómo hacerlo. Estas últimas semanas en las huelgas y jornadas de lucha con cortes en Catalunya, también. Habrá que pensar, pues, cómo replanteamos muchas actitudes entorno las huelgas y cómo las llevamos a la práctica. Asumiendo que quizás no descubramos nada nuevo, pero sí que tengamos que despojarnos de algunas alforjas que en las últimas décadas nos han impuesto. Básicamente, porque las huelgas no pueden dejar de ser herramientas reales de lucha.
Seguramente este escrito no dice nada nuevo. Pero no está de más recordar ciertas cosas.
Ermengol Gassiot