La obsolescencia programada es un fenómeno que ha pasado del desconocimiento a hacerse un hueco en la actualidad informativa, lo que ha supuesto que reciba un gran rechazo social al ser concebido como un fraude frente al consumidor. Sin embargo, no puede ser considerado como un problema aislado, y es importante analizar el papel que cumple ésta y otras formas obsolescencias en el modelo de consumo, así como sus consecuencias sociales y ambientales y las alternativas existentes.
Recientemente Greenpeace e iFixit, web colaborativa de manuales de reparación de equipos tecnológicos, han publicado un estudio donde se analiza el índice de reparación de diferentes productos electrónicos, de acuerdo a cuatro criterios: si es posible sustituir la batería, si se puede reemplazar la pantalla, la necesidad de herramientas especiales para abrirlo y la disponibilidad de piezas de repuesto. El objetivo es “luchar contra la obsolescencia programada que nos obliga a consumir de forma compulsiva’, según María José Caballero, miembro del grupo ecologista en España.
Este estudio vuelve a poner de actualidad la obsolescencia programada, un tema que desde que se empezó a tratar sufre un gran rechazo social, que sin duda, tiene más que ver por ser concebida como un fraude frente al consumidor que por tener conciencia de sus impactos ambientales y sociales, problemas que se perciben más lejanos y ajenos.
A la vez, el estudio aporta un sentido más amplio al problema, y es que el primer ejemplo que se nos viene a la cabeza de obsolescencia programada, es el mostrado en el documental de Cosima Dannoritzer, Comprar, tirar, comprar, el de una impresora con un chip que hace que ésta deje de funcionar cuando alcanza un número determinado de copias. Sin embargo, igualmente, el diseño de objetos para evitar que sean reparados no hace otra cosa que determinar la vida útil del producto en su concepción.
Y es que son muchos los sistemas para reducir la duración de los productos tecnológicos, como el no hacer un control de calidad adecuado o el simple uso de materiales de mala calidad, por tanto, determinar que se trata de obsolescencia programada no es simplemente encontrar el chip en cuestión. Pero es que además, este fenómeno no sólo se aplica a la tecnología, sino que es una práctica generalizada en casi cualquier producto: ropa que dura una temporada, muebles endebles, juguetes que se rompen a los pocos usos, medicinas a las que se les pone una fecha de caducidad demasiado corta frente a su duración real [1]…
Si analizamos la problemática, en toda su magnitud, el tema parece más complejo. Cómo diferenciamos si se trata de obsolescencia programada o de mala calidad del producto, aunque en cualquier caso sea un problema de obsolescencia. Sabemos, que en general, la calidad y por tanto la durabilidad va relacionada con el precio del bien, por tanto, cuando hablamos de uno barato que dura muy poco no lo asimilamos como un fraude o un engaño. Pero aun siendo así, ¿es justificable que se comercialicen productos con una duración muy reducida por bajo que sea su precio?
Lo efímero de los bienes de consumo está también relacionado con el contexto actual, nos encontramos en una sociedad empobrecida [2], pero en la que no queremos renunciar a cierto nivel de consumo, más allá de que con ello suplamos necesidades reales o inducidas por la publicidad. Esto determina una sociedad consumista, pero marcada por la escasez de recursos económicos, lo que hace que el precio sea el factor fundamental en el que compiten las marcas de los distintos productos, pasando a un segundo plano su calidad y durabilidad.
La obsolescencia es uno de los pilares del modelo de consumo y producción
Por otra parte, dejando de un lado la obsolescencia programada como fraude al consumidor, hay que tener en cuenta que la obsolescencia en sí es uno de los pilares del modelo de consumo y producción, y en definitiva del sistema capitalista [3], y por tanto un fenómeno mucho más generalizado, con todas las consecuencias que ello conlleva. Desde los objetos concebido para un solo uso [4], asimilados a la cultura de usar y tirar, pasando por los envases y embalajes que acompañan a los productos, sobre todo en grandes superficies, hasta lo que denominamos obsolescencia inducida, que es aplicada por el consumidor bajo la influencia de la publicidad. En el caso de la tecnología, la obsolescencia inducida sería la transmisión de la idea de que la superación de los niveles tecnológicos de los nuevos equipos deja obsoletos los actuales, aunque sigan sirviendo para el uso que les damos, obligándonos a sustituirlos para estar a la última. Pero esto también se puede aplicar a otros ámbitos, la ropa que se deja de llevar porque pasa de moda…
Por si fuera poco, el sistema de reciclaje de residuos se presenta a la ciudadanía como una solución, por lo que en muchos casos, la persona entiende que con separar adecuadamente su basura ya ha establecido suficiente compromiso ambiental. Sin embargo, éste es bastante limitado, pues está basado únicamente en el tratamiento de envases y embalajes, y requiere un gran gasto de energía y recursos, frente a las opciones más deseables como la reducción y la reutilización.
La obsolescencia, mediante el incremento del consumo, acentúa aún más las consecuencias ambientales y sociales de un modelo depredador. Impactos que se producen en cada fase del ciclo de vida de los productos, partiendo de la obtención de materias primas para su elaboración, su propia fabricación y la posterior gestión como residuo, a las que hay que añadir los impactos de los sucesivos prolongados transportes en cada etapa. Todo ello en un modelo de producción en el que ha triunfado la religión de la libre competencia, deslocalizado y desregularizado, donde las grandes empresas subcontratan la fabricación de productos en los lugares con legislaciones laborales y ambientales más laxas.
Algunos avances legislativos
Dentro de este contexto, ha habido algunos avances legislativos, como el del anterior gobierno francés que aprobó la Ley de Transición Energética, que entre otras cosas, destacó por ser la primera legislación contra la obsolescencia programada, al considerar que establecer una duración determinada a un producto es un engaño y un fraude y al establecer castigos penales para esta práctica. Pese a sus muchas limitaciones, por la dificultad en demostrar en qué casos se trata de obsolescencia programada, esta iniciativa fue importante, primero por reconocer una problemática ignorada históricamente y segundo porque se consideró un punto de partida en la lucha contra esta práctica que debería extenderse a otros estados.
Igual de destacable es la iniciativa sueca de bajar los impuestos a las reparaciones, avance muy positivo, aunque su repercusión parece limitada al enfrentarse a los extendidos hábitos consumistas y su eficacia se ve mermada por el diseño de los productos para evitar que sean reparados.
Por tanto, más allá de los avances legislativos, de acuerdo a lo explicado anteriormente, no se debe olvidar que al final nos enfrentamos al problema sistémico y que la obsolescencia programada no es más que una de sus manifestaciones. Es por ello, que si queremos avanzar en la solución del problema, debemos partir del papel central que tiene el consumidor en todo este modelo, reivindicando el papel político que tiene el consumo y el poder que tiene el consumidor en cuanto a sus pautas de compra. El cambio de modelo no vendrá sin una concienciación necesaria, sin la modificación de los hábitos y las pautas de consumo y con una búsqueda de alternativas colectivas.
Alternativas a la obsolescencia
En estas nuevas pautas de consumo, el primer objetivo debe ser la reducción como única forma de frenar este modelo tan destructivo. Para ello debemos replantearnos las prioridades en cuanto a nuestras necesidades y considerar alternativas como compartir, reutilizar o regalar aquello que no usamos o empleamos con poca frecuencia.
Aparte, hay que dar un trato adecuado a los objetos para que duren, repararlos cuando sea posible y sobre todo apostar por el uso de aquellos más duraderos y evitar los de uso efímero. En este sentido podemos destacar, en un campo como el de la telefonía móvil donde la obsolescencia programada está al orden del día, el teléfono Fairphone diseñado para ser fácilmente reparable, lo que garantiza su durabilidad. También existen otras iniciativas importantes, como el sello ISSOP, promovido por la Fundación Energía e Innovación Sostenible sin Obsolescencia Programada, que distingue los electrodomésticos sin obsolescencia programada, o el trabajo del británico Tom Cridland, que fabrica prendas de vestir con una duración garantizada de 30 años.
Y es que opciones de consumo contra la obsolescencia hay muchas, Alargascencia, proyecto de Amigos de la Tierra, es un directorio de establecimientos en los que se pueden reparar objetos, alquilar, hacer trueque y encontrar o vender productos de segunda mano.
En cuanto a las alternativas colectivas, ya gran número en marcha, desde tiendas gratis de ropa, mercadillos de trueque o segunda mano, cosatecas, etc. Cabe destacar, por novedosos, los repair cafés, lugares o reuniones de libre acceso donde todo gira en torno a reparar cosas juntos, la propia plataforma Ifixit, que impulsa el compartir conocimientos de cómo arreglar objetos, programas como No tires, Aprende y Repara, también de la Fundación Energía e Innovación Sostenible sin Obsolescencia Programada, la campaña Millor que Nou, 100% Vell, iniciativas como la de Makea Tu Vida para el fomento de la reutilización creativa…
http://elsalmoncontracorriente.es/?De-la-obsolescencia-programada-al
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